lunes, 27 de noviembre de 2023

Memoria externa

Yo tenía memoria externa mucho antes de tener ordenador o pendrives: desde los 14 años escribo un diario en papel. Creo que por ahí me empezó a llegar el convencimiento de que mi profesión debía tener como elemento esencial el escribir.

Otra memoria externa han sido los álbumes de fotos. Las caras, las imágenes en general se nos vuelven borrosas o confusas con los años. Una foto no solo mantiene vivo el recuerdo del lugar o la persona sino el de las circunstancias que rodearon aquel instante.

He guardado también cartas y postales. Soy de una generación que ya viajaba antes de que existieran el correo electrónico o los mensajes al móvil. También soy de las idiotas que se han enamorado hasta el tuétano de alguien que vivía lejos, y no una vez sino varias. Si es vuestro caso y no habéis recibido nunca una carta de amor, dejad de videollamaros y escribid. Es mágico.

Guardo en el trastero cosas que olvido que existen hasta que entro allí a buscar algo. Abrir una caja y encontrar una medalla ganada en un concurso escolar, una manualidad hecha en clase o el primer puzle que terminé me permite recuperar sensaciones casi desaparecidas.

Hasta una colección de llaveros tengo allí guardada. Y de cada uno (y son más de trescientos) sabría decir ahora mismo cómo y dónde llegó a mis manos.

Luego están los olores. El de esa colonia que asocias a tal o cual persona te la trae de nuevo. Sin embargo, el de la propia persona, o el de aquel gatito que se echó mil siestas junto a tu cara, ya no volverás a olerlos. Eso no hay pendrive que lo conserve.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosMemoria de @divagacionistas

Recuerdos navideños

Estando tan próximos a las fiestas navideñas, me vienen a la cabeza muchas imágenes imborrables de esos días en mi infancia.

Recuerdo ir con mi padre y los únicos dos hermanos que tenía entonces por una calle Mayor cubierta de nieve pisoteada. Recuerdo ir mirando hacia abajo para no resbalar y ver mis pies metidos en unas botas de agua blancas (creo que son las únicas que tuve en mi vida) que no me aislaban del frío. Luego, de pronto, la plaza Mayor apareciendo ante mí como un paraíso de luces, colores y voces alegres. Era como un parque de atracciones, con docenas de puestos de venta brillantes de espumillón y fragantes de musgo. Compramos algo de corcho, musgo y alguna figurita para el belén. Y lo tocamos todo.

Recuerdo una nochevieja en que vinieron a casa algunos de mis tíos y primos, algo muy poco habitual. Mi tía trajo las uvas en paquetitos individuales de papel de aluminio, y recuerdo haberme preguntado con preocupación si tendría que comérmelas así, sin quitarles las pepitas.

Recuerdo una noche de reyes en que nos dispusimos a ir a la cabalgata. Como mi madre siempre tuvo una incompatibilidad insalvable con la puntualidad, llegamos cuando ya había terminado de pasar, y recuerdo mi decepción al cruzarnos en la Gran Vía semivacía con la gente que regresaba a casa alegre, emocionada, risueña.

Y, sobre todo, recuerdo las mañanas de reyes. Mis padres siempre fueron partidarios de que nuestra primera impresión no consistiera en cajas cerradas y envueltas, no: nosotros entrábamos en el salón y era como vernos transportados a una juguetería-librería. Las muñecas, los juegos de construcciones, los patines de ruedas, los libros de cuentos, incluso un año un tren eléctrico... todo nos mostraba su cara multicolor. El año en que todos pedimos bicicletas fue la bomba, aunque también el fin de la ilusión de que existían aquellos seres mágicos, pues mis padres no tenían forma de esconder tres bicis y un caballito y nos los encontramos en casa poco después de año nuevo. Bueno, más días de vacaciones para disfrutarlos.

Recuerdo, ya por último, que el uno de enero en mi casa se escuchaba el concierto desde Viena y se veían los saltos de esquí. Es una tradición maravillosa que he seguido manteniendo.


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