lunes, 30 de enero de 2023

Ahí te quedas

 La casa era vieja. Qué digo vieja, se caía a pedazos.

Había buscado por internet en varios portales pero no encontraba lo que quería. Preguntó a conocidos, sin resultado. Terminó eligiendo unas cuantas zonas de un par de provincias y mirando a bulto en Google Maps, llamando después a los ayuntamientos para informarse.

Quizá tenía poco claro lo que buscaba. O quizá demasiado claro.

Había ganado suficiente dinero en sus no más de veinte años de carrera profesional como para dejar de trabajar y vivir más que cómodamente para los restos. Había sido, claro, a costa de muchas horas diarias de esfuerzo, enormes dosis de responsabilidad y toneladas de estrés. Por eso aquella mañana en que se despertó con aquel dolor intensísimo no le extrañó nada.

El diagnóstico no era demasiado malo y, francamente, la recomendación -casi exigencia- de que cambiara de vida no le pilló de sorpresa. En realidad era la excusa perfecta para justificar, ante sí mismo y ante los demás, una ruptura drástica con sus obligaciones profesionales.

Empezó a soñar con una casita de piedra en una calle de casas similares, en un pueblo fuera de las rutas turísticas más comunes, con un terreno donde cultivar algo que pudiera comerse luego. Esto último le hacía especial ilusión.

Un amigo de una amiga de un conocido le puso sobre la pista definitiva. Tuvo que conducir un par de horas, aunque habría sido la mitad si no se hubiera perdido tres veces.

La casa se caía a pedazos. Bueno, no tanto. Se caían las contraventanas de madera, faltaban muchas tejas y alguna puerta estaba demasiado desvencijada para abrirse después de años cerrada. Pero... se ajustaba como un guante a lo que había imaginado. Un buen equipo de albañiles, electricistas, carpinteros, fontaneros y demás harían maravillas con ella.

Unos días de papeleos, unos meses de obras y podría mudarse. Aquella casita acogería su nuevo yo.

Llamó a su abogado y le dijo: Dile a Elon Musk que de acuerdo, le vendo mi empresa. Y en cuanto hayamos firmado, desapareceré y no podrá encontrarme. No vaya a ser que se arrepienta.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRenacimientos de @divagacionistas.

Dos, una, cinco

Cuando me mudé a esta casa la terraza estaba llena de trastos, macetas vacías, jardineras con tierra seca y ramas muertas...

Tardé meses en tener tiempo y dinero para decidir qué hacer con ese amplio espacio. Pronto hubo un arbolito, geranios, plantas aromáticas; luego más árboles, más plantas, un riego automático.

Había visto a menudo una pareja de urracas posadas en la antena o en el borde del tejado. Un día dejé media avellana sobre el muro más cercano al lugar de donde parecían emerger, un tejadillo que cubría las salidas de humos de todo el edificio bajo el que supuse que tenían su nido. No se acercaron hasta que me metí en casa. Entonces una de ellas se posó en el muro, cogió la avellana con el pico y se marchó volando de inmediato.

Fui poco a poco ganándome su confianza. Les ponía agua, frutos secos; no le hacían ascos al alpiste; de las frutas, la única que pareció gustarles eran las cerezas. En verano ya se acercaban a comer aunque yo estuviera tomando el sol en la terraza. Llegó el invierno. Una de las dos engordó bastante y comía con ansiedad, incluso gritando a la otra si se acercaba antes de que hubiese terminado.

Y, de pronto, ya solo venía una, la más delgada. Como sabía que las urracas se emparejaban de por vida, temí que la otra hubiera muerto. Me entristecí. Seguí viéndola cada día. A veces dudaba de si era la misma pero su familiaridad con la terraza y el plato de comida eran evidentes.

Hasta que, semanas después, un día ¡aparecieron las dos juntas! La gorda ya no estaba gorda. Ambas comían con buen apetito. Después de imaginar la muerte de una, verla allí renacida me llenó de felicidad. El tiempo era templado, los días se alargaban y mis urracas parecían sanas.

Esa tarde oí un coro de graznidos, una auténtica escandalera. Salí a la terraza y vi volar desde el tejado a la antena a cinco urracas. Tres eran pequeñas, de pico corto y aún tenían plumón.

Papá y mamá urracas habían estado empollando huevos y después alimentando a sus crías hasta que pudieron volar. Ahora les enseñaban sus dominios. Sentí que me las estaban presentando y las saludé con la mano.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRenacimientos de @divagacionistas.