lunes, 12 de diciembre de 2016

Algo que los demás no saben

Siendo yo niña, mi padre dibujaba decorados que tenían aroma a gouache o acuarela. Luego, cuando se construían para grabar en ellos programas o series de televisión, olían a serrín y a pintura. A piedra no. Las piedras eran de pega, poliestireno con la superficie rascada y teñida de gris. Las casas eran una simple fachada de madera apuntalada por detrás. Los interiores que se veían por las ventanas, forillos de tela pintada. Todo era ilusión. Para un niño era como ver revelado un truco de magia. Cada vez que he vuelto a oler esa combinación de serrín y pintura desde entonces, sonrío como si supiera algo que los demás no saben.

Mi infancia tuvo otros olores, aunque a alguno tardé mucho tiempo en ponerle su nombre real. A los diecisiete años me fui unas semanas en verano a Barcelona, a casa de una amiga. Era la primera vez que estaba allí. Una madrugada, entrando en el portal, me quedé atónita.

- Aquí huele a cementerio, le dije a mi amiga.
- Tú estás mal.

Yo lo que estaba era desconcertada. ¿Por qué identificaba aquel olor con uno de esos lugares donde, además, nunca había entrado? Tardé en descubrirlo. El origen de esa idea absurda estaba en una noche que pasamos mis hermanos y yo de niños en casa de unos primos. En aquella época ellos vivían cerca de un cementerio. Nos contaron historias de miedo, gente atrapada, muertos que se levantan... Creo que el olor que entraba en ese momento por la ventana venía de una panadería que había abajo. La masa de pan fermentando quedó asociada al camposanto en mi cerebro impresionable.

Recuerdo el olor de un compañero de colegio porque era el único que llevaba colonia de marca (Loewe). Recuerdo el olor de un baúl que mis abuelos dejaron en nuestra casa cuando emigraron porque dentro había cosas de las que maravillan a una niña, como un juego de té que más me valía no tocar. Recuerdo el exquisito aroma a fino y a vino dulce en las calles cercanas a las bodegas en El Puerto de Santa María. Recuerdo el olor de mi padre y hasta lo vuelvo a percibir cuando sueño con él, aunque haga más de cinco años que ya no está.

Mi propio olor, ese del que apenas soy consciente, fue una vez fetiche de alguien, alguien que me pidió que me pusiera su camisa para guardarlo en ella cuando nos despidiéramos. Fue hace tiempo y seguramente la habrá lavado muchas veces desde entonces, pero algo de mí seguro que sigue enredado en alguna costura o bajo los botones de los puños...


Con este relato participo en la convocatoria #relatosOlores de @Divagacionistas

lunes, 14 de noviembre de 2016

Te llamo

"Te llamo", decía siempre al despedirse. La primera vez me pareció la promesa de un reencuentro inminente. Aguardé esa llamada un día, otro, una semana. Cuando se produjo ya casi no la quería. Disimulé mi cabreo. Me apetecía volver a verle, me había sentido a gusto con él. Esperaba una excusa estándar, un "he estado fuera", un "tengo muchísimo trabajo", algo, lo que fuera. Pero no.

La segunda vez estuve a punto de responderle: "no, mejor te llamo yo". No me atreví. Me temía que yo no le gustaba mucho y dejarle la iniciativa era una forma de mantener a salvo mi dignidad. Si él no daba el paso, lo interpretaría como desinterés y no iría detrás de él. Solo me preguntaba cuánto tendría que esperar esta vez. "Te llamo", dijo al dejarme en el portal. Fueron seis días. La tercera vez, ocho.

No quería ponerme borde. Él no se había comprometido más que a llamarme y lo hacía. Sobre el plazo nunca daba pistas. Lo que contaba de su trabajo o de su vida cotidiana no invitaba a pensar que alguna obligación le marcara los tiempos de forma rígida. "Te llamo", me murmuró al oído el primer día que nos besamos. "¿Cuándo?", me atreví por fin a decirle. "Cuando recuerdes".

Algo encajó de pronto en mi cerebro. La familiaridad que sentía con él se hizo sólida y me dejó paralizada. "Te has quitado el pendiente", susurré, y fue como si lo dijera otra persona.

Me abrazó hasta dejarme sin aliento mientras se le saltaban lágrimas. "Vuelves a ser tú", repitió una docena de veces. Entonces dio un paso atrás, me puso las manos en los hombros y suspiró aliviado. "Pensaba que esta maldita amnesia te iba a durar toda la vida".

Me agarré a su brazo y volvimos a casa.


(Relato escrito para la convocatoria de Divagacionistas de noviembre de 2016)

lunes, 17 de octubre de 2016

Miedos

No hay monstruos debajo de la cama.

Esta es una verdad que los niños tardamos algún tiempo en descubrir. Yo tardé poco porque mi papá me dijo que por qué iba a querer un monstruo vivir en un sitio tan incómodo y, sobre todo, por qué iba a esperar a que yo apagara la luz para salir a comerme.

Así que dejé de tener miedo a quedarme sola en mi cuarto y, de paso, a la oscuridad. Bueno, no. Dejé de tener miedo a estar a oscuras en mi habitación, pero sigue dándome mucho miedo que los malos aprovechen que no los vemos para hacernos daño.

Me asusta ser diferente de mis compañeros de clase porque cuando alguien no hace lo mismo que los demás, se meten con él o con ella. Me asusta también ser vulgar y que nadie se fije en mí. Cuando sea mayor querré que un chico se enamore de mí, querré que un jefe me dé trabajo, y no sé si ser como soy será bueno o malo para conseguir eso.

Me aterra cuando llamo a mamá y no viene, o cuando la llamo por teléfono y no lo coge. Desde el día en que papá no vino a buscarme al colegio y luego me enteré de que se había puesto muy malito y se había ido para siempre (y sin despedirse de mí), tengo miedo de que a mamá también le pase algo y yo me quede sola.

Espero que algún científico invente un detector de monstruos y de peligros -los de verdad, no los imaginarios- y me ahorre el pasar miedo para nada. Y que otro invente una pastilla para que las mamás no se mueran.

domingo, 16 de octubre de 2016

Nostalgia

Lo que llegamos a guardar en una palabra...

La primera vez que telefoneé a la radio para entrar en directo, el técnico de sonido me llamó por un diminutivo cariñoso para calmarme un poco los nervios. Era el mismo nombre por el que solo me llamaba mi hermano mayor. Yo estaba lejos de mi casa y de mi familia, trabajando por primera vez en otra ciudad. Habría abrazado a aquel chico. Nunca supo que por un segundo me había llevado de vuelta a casa.

Mi padre tenía un mote para mí. Solo lo usó siendo yo chiquitina. Luego de vez en cuando lo desempolvaba. Desde que no está, solo queda en mi memoria. Nadie me volverá a llamar así.

Mi primer amor también eligió un modo personal de llamarme. Los nombres que asocias a una sola persona se convierten en pequeños gatillos que disparan recuerdos cada vez que los oyes o los lees.

He dicho adiós tantas veces... La última todavía me duele. Lo que más echo de menos de las personas es hablar con ellas.

La nostalgia no es una presencia constante. Se esconde en los bolsillos, en las fotos, las páginas de los libros, las canciones, los olores y, sobre todo, en las palabras. Tiene querencia por aquellos que no esperamos mucho del futuro. Se asoma cuando sabe que el ánimo le es propicio. Rara vez aparece desgarrada por el dolor o teñida de arrepentimiento. Lo habitual es que se muestre como un rincón cálido y acogedor donde te reencuentras con los trocitos de ti que fueron quedando atrás mientras avanzabas en la vida.

Se puede echar de menos algo o a alguien y saber que perderlo entra en el transcurso normal de las cosas; saber que la vida sigue, que te puede ir igual de bien o de mal sin ello. No quiero volver atrás, no es cierto que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Avanzar no es incompatible con recordar con cariño ni con echar de menos.

Una brizna de nostalgia se me coló en twitter el otro día. No era la primera vez, pero sí la primera en que algunos nos enredamos hablando de ello.

Y aquí estamos hoy, poniéndolo por escrito.