lunes, 18 de diciembre de 2017

Curso de verano

"Esta es su acreditación. Con ella podrá acceder al recinto y al aula del curso en que está inscrita. Se la escanearán al llegar para el control de asistencia. Llévela siempre visible. Podrá entrar al comedor de la planta baja pasándola por el lector. También sirve como llave de su habitación en la residencia que le ha sido asignada. Por favor, no la pierda."

Desayunar, comer, dormir, entrar en aquel palacete... cuántas cosas concentradas en ese pedacito de plástico con su nombre y apellidos colgado de su cuello. A lo largo de la semana fue pasando la tarjeta por un lector tras otro. En su curso la mayoría de los alumnos eran de su edad pero había cuatro o cinco mayores, algunos tendrían la edad de sus padres. El último día, bostezando por la falta de sueño después de haber salido de juerga con otros estudiantes la noche anterior, decidió que necesitaba más un café que escuchar la segunda charla de la mañana. En la cafetería se sentó frente a un compañero de curso, uno que le sacaba a ella por lo menos veinticinco años. Se saludaron. Él se quedó mirando su acreditación.

- ¿Te llamas Teresa Maldonado Rubio?

- Pues sí, repuso preguntándose qué tenía de raro su nombre.

- ¿Estudiaste en el Instituto Beatriz Galindo de Madrid?

- Sí, ¿cómo lo sabe?

- Estuviste en clase con mi hija, Alicia Sáenz Rodríguez, ¿verdad?

- Sí, claro. No la he vuelto a ver desde que terminamos el instituto. ¿Qué está estudiando? Decía que iba a hacer Derecho.

- Alicia murió hace seis meses. Una leucemia. Fue todo muy rápido. Pero le dio tiempo a hacerse a la idea y despedirse de la gente a la que quería. Menos de ti. El teléfono que tenía tuyo estaba mal...

- Ay, sí, lo cambié ya hace unos años. Lo siento muchísimo, de verdad, muchísimo. Qué injusta es la vida, con lo alegre que era y lo mucho que lo disfrutaba todo...

- Quería devolverte un libro que le prestaste. Sabía que le tenías cariño porque te lo regaló tu abuelo cuando sacaste todo sobresalientes. Todavía lo tengo en casa, con tu nombre escrito y la dedicatoria de tu abuelo. Ahora te lo podré devolver de su parte. De todo lo que me pidió que hiciera era lo único que me faltaba por cumplir.

Se levantó y la abrazó.



Con este relato participo en la convocatoria #relatosTarjetas de @divagacionistas

lunes, 20 de noviembre de 2017

Memoria

Miré mi hombro izquierdo. Aquel vestido tenía en las hombreras unas pequeñas flores hechas de cinta enrollada. Adiviné que eran lo que hacía aquel bulto bajo la rebeca. Una flor igual estaba cosida en una pinza de acero de bordes mal pulidos. Cuando mi madre me la prendió en el pelo, noté un ligero arañazo en el cuero cabelludo. Es mi primer recuerdo. Tenía entonces poco más de un año.

Poco después nació mi hermano Pablo. Al asomarme entre los barrotes de la cuna que había sido de mi hermano mayor, mía y ahora suya, no me cabía la cara, solo el brazo. Es la primera sensación frustrante que recuerdo.

En casa había una habitación pequeña. Fue, siempre compartido, mi dormitorio. Aunque hicimos obras y esa habitación desapareció, creo que es con la que más veces he soñado y sigo soñando.

La cama de mis padres se volvía comunitaria en días festivos. En una época tuvo una colcha blanca y naranja, con un dibujo floreado en relieve. El reverso era como el negativo del anverso. Todos la han olvidado.

A los seis años unas niñas en clase me quitaron la silla cuando iba a sentarme. Aterricé en el suelo tras chocar de morros contra el borde del pupitre. Conservo una diminuta cicatriz entre la nariz y el labio superior.

El día de mi séptimo cumpleaños mis padres se fueron precipitadamente de casa dejándonos con mi abuela. Me dolió hasta que volvieron con mi hermanito recién nacido. Yo quería una niña para equilibrar la cuenta pero desde el momento en que lo cogí en brazos, lo adoré.

Con once años dibujé, corté y pinté en una tabla de madera la figura del perro Snoopy sobre su caseta. Me sentí orgullosa. Después de la exposición de fin de curso, la profesora, la señorita Genoveva, me dijo que se había perdido. Luego lo vi por la ventanilla en una sala cerrada y a oscuras. Aprendí que los adultos mienten por motivos despreciables.

Ya en mi otro colegio, quise ir a un viaje con mis compañeros de clase. En casa no había dinero para eso. Mi padre me lo explicó pero yo seguía llorando. Su forma de consolarme fue contarme secretos de su juventud. Nunca lo valoré tanto como ahora que ya no está.

La huella de todos estos instantes en mi memoria nunca se ha borrado ni se borrará. ¿Por qué estos y no otros? ¡Ah...!





Con estos recuerdos participo en la convocatoria #relatosHuellas de @Divagacionistas

lunes, 16 de octubre de 2017

¿Has visto qué luna?

Sus padres volvieron a Madrid trabajar y la dejaron a ella en el pueblo con los abuelos hasta que empezara el colegio. Se lo pasó bien mientras hubo chicos y chicas de su edad pero los últimos días se aburrió terriblemente. Ni siquiera tenía su telescopio, se lo habían llevado sus padres en el coche con casi todo su equipaje. Y ese jueves había una luna llena espectacular, ay.

En los bancos de la placita estaba su abuela con otras señoras mayores. "¿Habéis visto qué luna?", les preguntó. "Luna llena, seguro que la pequeña de la Milagros se pone de parto esta noche", sentenció Carmela, la panadera. "En realidad..." empezó a replicar pero optó por callarse. Se acercó a la mesa donde su abuelo jugaba al mus con otros tres hombres. Habían parado un momento mientras el boticario iba a orinar, que "con la próstata" ya no aguantaba. "¿Habéis visto qué luna?", dijo señalándola. "Mi nieto me ha contado que nunca subió nadie allí, que los americanos nos engañaron, era una película", tronó Fermín, jubilado tras muchos años con el camión.

Les pidió a sus padres volver a Madrid el viernes en lugar del domingo. Llamó a Sara, su mejor amiga, para salir a dar una vuelta. "Tendré que ir con mi primo, lo siento. Es un rollo de tío pero está estos días en casa y mis padres me obligan a llevármelo", se disculpó la amiga. Rollo o no, el primo resultó ser guapísimo, lo cual, dada su timidez, la hizo enmudecer. Durante un buen rato pensó en qué decir. Sara llevaba la voz cantante, así que no pudo saber qué cosas le interesaban a él. Anochecía. La luna asomó entre los altos edificios. Decidió arriesgarse.

"¿Has visto qué luna?", le espetó mirándole a los ojos. "¿El qué?", murmuró él como sin comprender. "La luna. Está preciosa", insistió señalándola. Dudó si mencionar que tenía un telescopio...

"Ah, la luna, buah", dijo él por fin sin mirar siquiera.

Esa noche, por teléfono, Sara se disculpó de nuevo por la presencia de su primo.

"Tenías razón, es un rollo de tío", reconoció ella con tristeza.


Con este relato participo en la convocatoria #relatosLuna de @Divagacionistas
 

lunes, 11 de septiembre de 2017

Apurando

El curso había finalizado, había acabado la comida posterior, terminaban la sobremesa, las despedidas y la gente empezaba a dispersarse.

Quedaban varias horas para que saliera mi avión. Tenía el billete para el último del día, el que despegaría ya anochecido. Pensé que estaría bien disponer de unas horas para pasear por la ciudad, que apenas había podido conocer en esos tres días. Había dejado la maleta en recepción y llevaba en la mochila todo lo que podía necesitar. La llovizna de la mañana había dado paso a un sol radiante. Con el móvil en la mano por si me animaba a sacar fotos, decidí empezar yendo hacia la playa.


Fue un largo paseo. Tenía tiempo, ganas, libertad para ir improvisando el trayecto y el ritmo. Me sentí feliz hasta que a la sensación de ser dueña de mi vida se fue imponiendo otra. Las calles se habían vaciado: la gente había vuelto al trabajo o a casa y yo no podía hacerlo, aún no.


Siempre apuro mucho, quizá demasiado, me dije recordando aquella noche que pasé yo sola en la habitación de hotel donde había estado con mi pareja. Él se tuvo que marchar y no comprendió por qué en lugar de irnos a la vez yo decidí quedarme hasta el día siguiente.


Aunque me inquiete, aunque a veces termine angustiándome, me gusta caminar sola por lugares desconocidos. ¿Preferiría hacerlo acompañada? Quizá sí, no lo sé. Pero necesito sentirme autónoma, autosuficiente, libre. Y puedo hacer estas cosas sin peligro porque tengo un lugar al que volver.




Con este relato participo en la convocatoria #relatosRegreso de @divagacionistas

jueves, 17 de agosto de 2017

Críticas

A todos nos importa la opinión ajena, quizá no la de cualquier persona pero sí la de algunas, generalmente la de aquellas a quienes admiramos, queremos y/o necesitamos por algún motivo: nuestra pareja, nuestros amigos, nuestro jefe...

Si ya es una experiencia desagradable constatar que alguien de ese reducido grupo tiene sobre ti una mala opinión, lo será más cuanto menos se corresponda esa imagen con la que tenemos de nosotros mismos. A quien se tiene por sincero le duele más que lo consideren mentiroso que antipático, por ejemplo. Hablo, claro está, de quienes nos juzgan desde el cariño, sin mala intención, sin ser deliberadamente injustos.

La reacción más natural ante una crítica incongruente con nuestra percepción de cómo somos es rechazarla, negarle objetividad y verosimilitud. Sin embargo, es precisamente a esas críticas incomprensibles a las que más atención deberíamos prestar porque no ha habido alerta previa, nadie nos había reprochado nada semejante hasta entonces; al revés, creíamos tener como virtud precisamente lo contrario de lo que nos atribuyen.

Tendemos a vernos con los mejores ojos. Sí, hasta quienes se consideran autocríticos son más indulgentes consigo mismos que con los demás, ya sabéis, todos vemos mejor la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Si tenemos un concepto de nosotros con el que hemos llegado a sentirnos cómodos, evitaremos lo que amenace esa estabilidad. Es muy difícil hacer frente a lo que nos descuadra.

Quizá por eso solo quienes nos quieren se atreverán a hacernos notar algo que va a trastornarnos profundamente. Si superamos el shock, podremos identificar las raíces de ese defecto que nos achacan y descubrir por qué nos había pasado inadvertido. Y querremos mantener cerca a esa persona, nuestro mejor anclaje a la realidad.

lunes, 19 de junio de 2017

Frío

Hace cuarenta grados en la calle y en este salón de actos tienen la temperatura a dieciocho o menos. Qué maldita manía la de ajustar el termostato del aire acondicionado pensando en los tipos con chaqueta y no en la vestimenta que cualquier ser humano normal lleva en un día como este.

Qué rabia haberme dejado el chal en el coche. Y menuda tontería haberme puesto en primera fila: no puedo salir sin dar el cante. Y menos ahora que está hablando mi jefe.

Si me aplasto más contra el sillón, me salgo por el respaldo. No sé qué hacer para no notar tanto el aire polar este. Vale que en la espalda no me da, pero los brazos los tengo helados.

Estoy empezando a tiritar. El compañero que tengo al lado me mira por el rabillo del ojo desde hace rato. El muy capullo lleva traje. Y camisa de manga larga. Le odio.

El capullo se acaba de quitar la chaqueta y me la ha ofrecido. Aunque no lo conozco más que de vista porque trabaja en otro departamento, la he aceptado en seguida. Espero descongelarme en unos minutos.

Me ha mirado un par de veces abiertamente y me ha sonreído. Le he devuelto la sonrisa. Ahora recuerdo que coincidimos en una reunión no hace mucho. Es guapo.

El bolsillo ha empezado a vibrar y me he puesto nerviosa. Él ha alargado la mano, ha sacado de allí su móvil, lo ha mirado, lo ha apagado y ha vuelto a dejarlo donde estaba. Y ha dejado la mano también.

Voy a meter la mano en el mismo bolsillo.




Con esta entrada participo en los #relatosBolsillos convocados por Divagacionistas

lunes, 15 de mayo de 2017

Un centímetro

Había hecho maletas mil veces. Había recorrido cientos de miles de kilómetros en sucesivos coches. Conocía centenares de hoteles. Le gustaba tener un trabajo que implicara ir por todo el país y por los limítrofes. Relacionarse con gente de tantos lugares distintos. Escuchar su idioma hablado con tantos acentos diferentes. El relato de su vida era la crónica de sus viajes. Y cuando pensaba en ello, se sentía feliz.

Estaba oyendo a su madre andar arriba y abajo, nerviosa. La oía hablar por teléfono y en su tono de voz notaba su preocupación. Pero no sabía bien si podría hacer algo para tranquilizarla.

Esta vez no era cuestión de kilómetros. Un centímetro sería suficiente. Si es que era capaz. Pensó en ello largamente, concentrándose. No le faltaba decisión, le faltaba llevarlo a la práctica. Sabía que era importante; más aún, que era esencial. Lo hizo mentalmente. En su imaginación no costaba ningún esfuerzo. Pero la realidad era muy distinta.

Se dio ánimos, se convenció de que iba a hacerlo. Solo era un centímetro. No podía ser tan difícil.

- ¡Ha abierto los ojos!

Su madre se lanzó hacia la cama. La enfermera se acercó a mirar y avisó al médico.

Lo siguiente sería más difícil que mover los párpados. Pero ahora sabía que sería capaz.


Esta entrada participa en la iniciativa de #relatosDistancia de @divagacionistas

lunes, 17 de abril de 2017

La llave

Fue algo tan lento, tan sutil al principio, que ella tardó mucho en darse cuenta.

Primero dejó de hablar de fútbol. Seguían viendo los partidos juntos, pero el resto de la semana era como si hubiesen dejado de importar la clasificación, las lesiones o el penalti injusto.

Luego fue el trabajo. Los compañeros dejaron de casarse, de tener hijos, de comprarse coches. Poco a poco fueron desvaneciéndose los clientes exigentes, los importantes y finalmente, todos. Tampoco le preguntaba por el suyo, se limitaba a escuchar lo que ella decía.

Pronto se fueron reduciendo las alusiones a los amigos. Aunque salían con ellos, después no había comentarios. Dejó de hablar asimismo de lo que hubieran cenado y, con el tiempo, desapareció toda referencia a la comida.

Ella se alarmó al darse cuenta de que había dejado de mencionar cualquier cosa sobre su salud. No había ningún "me duele la cabeza" o "tengo cita con el oculista". Y entonces fue consciente de que tampoco hablaba de la salud de ella.

Asustada, constató que ese día apenas habían salido de su boca dos docenas de frases. Quiso hablar de ello con él, pero sus palabras se convirtieron en monosílabos.

El día en que le dijo "buenas noches" y él se limitó a darle un beso, le entró el pánico. ¿Había dejado de hablar para siempre?

Incapaz de dormir, se levantó a andar por la casa. De pronto oyó un ruido en el despacho. Al entrar, notó un temblor en el cajón de la mesa. Cogió la llave del tarro de los lápices, la hizo girar en la cerradura y, con precaución, tiró del asidor.

Un vendaval de palabras la arrojó al suelo. La cubrieron hasta casi ahogarla. Luego, lentamente, se fueron evaporando. Su marido asomó la cabeza y, con cara de alivio, le preguntó:

- ¿Dónde estaba esa llave?

(La llave está donde ya sabéis, en el mismo sitio que la moraleja de esta historia)


Este relato participa en la convocatoria #relatosCerraduras de @divagacionistas

lunes, 20 de marzo de 2017

La radio

Empezó a estudiar periodismo con los ánimos un poco bajos por su fracaso sentimental de aquel verano. Había conocido a dos chicos en su lugar de vacaciones: uno era dulce, algo feúcho y bastante tímido; el otro, atractivo, seguro de sí mismo, el líder de su grupo de amigos. Salió con los dos pero, deslumbrada por el carisma del segundo y por la sensación de éxito que le dio el poder ligárselo, había dicho adiós al primero. Resultó que el elegido también la trataba a ella como a un trofeo y se encontró echando de menos la ternura, la inteligencia, las atenciones del otro. Rompió dos corazones ese verano, y uno fue el suyo propio.

Descubrió un programa de una radio local los viernes por la noche. "El rincón romántico", se llamaba. Emitía, claro, canciones románticas, enlazadas por versos y frases sentimentales que pronunciaba entre suspiros una voz masculina digna de doblar al más guapo de los actores. Llamaban y entraban en directo para pedir canciones chicas evidentemente enamoradas a las que él trataba con una amabilidad algo distante. Tardó seis meses en atreverse a mandarle un correo. La excusa fue estar interesada por las radios locales, y la petición, ir a la emisora para ver en directo el programa y hacerle preguntas sobre él.

Le abrió la puerta un hombre de treinta y tantos años, desaliñado, despeinado, con el atractivo de un cubo de basura. "Tengo al niño enfermo, se ha pasado el día vomitando, y mi mujer ha llegado del trabajo tardísimo; estoy agotado", fue su saludo. Era él. Estaba solo, el técnico de sonido había ido a por un bocadillo mientras se emitía el programa grabado que le precedía. Le enseñó las diminutas instalaciones, le resumió su decepcionante carrera profesional... La trataba como a una colega.

"No es el programa de mis sueños pero parece que tiene éxito", murmuró entre sorbos de café. "Lo más pesado son todas esas chiquillas que llaman como si yo fuera un experto en amores y pudiera solucionarles sus problemas sentimentales. Creo que incluso hay alguna colgada de mí. Las adolescentes son un público exigente pero muy valioso para esta cadena porque interesan a los anunciantes. Por eso intento tratarlas bien en vez de decirles que espabilen, que es lo que me pide el cuerpo."

Suspiró y empezó a explicarle cómo hacía los guiones. Ni se dio cuenta de las lágrimas que se habían quedado atrapadas en las pestañas de ella.



Con esta entrada participo en los #relatosDecepción que convoca @Divagacionistas

lunes, 20 de febrero de 2017

¿Dónde estás?

Todos los demás iban a ir en avión pero él vivía en una ciudad sin aeropuerto y ella decidió hacer el viaje en tren y encontrarse con él a medio camino. Llegarían con unos minutos de diferencia y tendrían media hora más para cambiar de andén y subirse al AVE que los llevaría al destino final donde se reunirían con el resto del grupo.

Sería la primera vez que se vieran en persona. Tenían amigos comunes que los habían puesto en contacto unos meses antes, cuando él necesitó una colaboración para un trabajo. Habían intercambiado correos. Luego él le pidió su número de teléfono para aclarar algo, después ella le mandó un whatsapp para comentar una cosa...

- Ya estoy en la estación, escribió ella.
- Llegando, fue la respuesta lacónica de él.

En lugar de acercarse a la entrada, fue hacia el control de billetes del tren que debían coger juntos. Los pasajeros iban pasando en fila, mostrando el papel o la pantalla del móvil. Al cabo de veinte minutos solo quedaba ella.

- ¿Dónde estás?, tecleó nerviosa.
- En seguida llego, contestó él.

Cuando faltaban cuatro minutos para que saliera el AVE, enseñó su billete y pasó. Se dirigió a su vagón, volviendo la cabeza constantemente por si veía venir a alguien corriendo. De pie ante la puerta, con la maleta en el escalón más alto, mandó otro mensaje.

- El tren se va ya, ¡corre!

Esta vez no hubo respuesta. Sonó un silbato y un joven de uniforme la instó a subir.

Mientras subía la maleta al portaequipajes, su móvil dejó oír un pitido. Leyó.

- Llevas un jersey precioso.

Era él. Miró a su alrededor pero nadie estaba mirádola a ella. A través de la ventana, el andén seguía vacío.



Escrito para los #relatosTrenes de @Divagacionistas

lunes, 23 de enero de 2017

Atrás

Faltaba un minuto para la medianoche.

Había sido un mal día. Le hubiera gustado poder borrarlo de la existencia o, al menos, de su memoria. Borrar unas palabras que no tendrían que haberse dicho debería ser tan fácil como darle a la tecla de retroceso en el ordenador. Y borrar la sensación de equivocarse constantemente, ya de paso.

Había sido una mala semana. Ojalá fuera posible destejer el tiempo como Penélope el sudario y encontrarse de nuevo ahí atrás, justo antes de haber hecho algo irreparable. Una especie de correa de seguridad para no precipitarse al vacío cuando se da un mal paso.

No había sido un buen año. Qué lástima que no existieran los viajes en el tiempo. Intentaría recordar cuándo cometió el primer gran error. Porque no, no se suele aprender de los errores a no cometer de nuevo otros iguales. Somos capaces de dejar de ver, a fuerza de costumbre, hasta las cicatrices de los fallos monumentales.

No estaba siendo una buena vida. Pero no podía ir por su pasado borrando cada mala elección, evitando cada arrepentimiento, recuperando cada oportunidad perdida. Y no quería ejercer de censor de su propia estupidez. Solo dejar de derrocharla con tanta generosidad.

Dieron las doce.


Con este relato participo en la convocatoria #relatosTiempo de Divagacionistas

lunes, 9 de enero de 2017

Doubles

Aprendí de mis hermanos a quitar las chapas de las botellas despacito, levantando un poquito de un lado, luego de otro, de forma que la parte plana no se doblara y la circunferencia dentada no se deformara. Aprendí a dejar caer gotitas de cera de las velas de cumpleaños en el fondo para darles más peso. A recortar fotos de los cromos de ciclistas. A hacer circuitos pasando las dos manos estiradas por la tierra, dedos frente a dedos, dejando un montoncito a cada lado como barrera. A hacer un gua y jugar a las canicas también me enseñaron; puntería tenía la justita.

Sabía dibujar y recortar figuras de soldados de época en cartón duro, dejando una base para formar tres pestañas con las que se mantuvieran en pie; y lanzar bolas de acero que no sé de dónde salieron para hacer caer los del enemigo al otro lado del pasillo; y dibujar medallas a los heridos, a los que no caían pese a los bolazos.

Con una tiza pintaba en la terraza de casa de mis padres el típico avión para saltar. Pero sin duda, lo más divertido de mi infancia fue otro tipo de saltos.

Como de pequeña solo tenía hermanos -mi hermana tardó más de diez años en llegar-, no supe lo que era jugar a la comba hasta que empecé a ir al colegio. Las chicas jugábamos a algunas cosas con los chicos -al escondite, a tú la llevas, al balón prisionero- pero a la comba ellos no querían. Era nuestra especialidad. Saltábamos de frente y de espaldas, entrábamos y salíamos al ritmo que marcaban las que daban, nos metíamos cinco o seis en la cuerda...

El momento mágico fue cuando aprendí a saltar dobles. Lo escribíamos en francés, doubles, y lo pronunciábamos "dubles", no sé por qué pues el mío era un colegio irlandés. Consistía en mantenerse en el aire el tiempo suficiente para que la cuerda diera dos vueltas. No se podía saltar demasiado alto porque la misma cuerda podía darte en la cabeza. El truco era doblar un poco más las rodillas para caer unas décimas de segundo más tarde. Era como quedarse suspendida en el aire, como un salto ralentizado. Llegué a ser una de las mejores, no solo saltando sino también dando. Dar tenía su secreto: hacías girar la cuerda rapidísimo dos veces y luego la frenabas ligeramente mientras la saltadora tocaba el suelo para volver a darse impulso.

Os prometo que si ahora mismo aparecieran dos de aquellas chicas con una comba y me retaran a llegar a cien doubles, lo haría aunque con ello terminara de machacarme las rodillas.

Con este relato participo en la convocatoria #relatosJuguetes de Divagacionistas