lunes, 29 de mayo de 2023

Fosforescente

No me da miedo la oscuridad, me da miedo no ver.

Desde niña, uno de mis grandes temores ha sido quedarme ciega. Me gusta la oscuridad para dormir, pero siempre tiene que haber un poquitín de luz, algo insignificante, como la que se cuela por una rendija de la persiana o debajo de la puerta. Soy consciente de ello desde el episodio que voy a narrar.

Tendría yo cinco años cuando mis padres nos llevaron a los tres hermanos que éramos entonces (a los otros dos les faltaba un tiempo para existir) a un hotel cercano a una playa gaditana. El hotel estaba formado por chalecitos de dos pisos. En el de abajo estaban el salón y la cocina (allí aprendí a disolver el colacao en un poquito de leche fría antes de llenar el vaso). Y en el de arriba, los dormitorios y el baño.

La primera noche caí rendida, supongo. Me desperté de madrugada y todo estaba completamente oscuro. Mis padres debían de haber bajado del todo las persianas para que no nos despertara el temprano amanecer veraniego. El caso es que abrí los ojos y no vi absolutamente nada. Y me entró el pánico. No recuerdo si grité o lloré o me levanté, pero al momento estaba allí a mi lado mi hermano mayor. Le dije que no veía nada, que estaba todo negro. Entonces él me enseñó la esfera de su reloj.

Era un reloj moderno para aquella época, con una correa de metal cuyo trenzado lo hacía elástico (recuerdo que te pellizcaba la piel y te pillaba los pelillos del brazo), y con una esfera blanca en la que las manecillas y los marcadores de las horas eran fosforescentes.

Y allí me quedé yo, mirando fijamente aquellos puntitos verdes, hipnotizada, hasta que me dormí. Fue la primera luz que me quitó el miedo, la primera que sentí que necesitaba, la primera que convirtió una oscuridad impenetrable en un lugar seguro.


Esta entrada participa en los #relatosLuz de @divagacionistas