lunes, 29 de abril de 2024

Un solo dedo

Me habían ofrecido visitar aquel centro médico junto con otros periodistas. Nos llevarían en visita guiada por las instalaciones, nos hablarían de las técnicas que utilizaban, de los protocolos, las investigaciones, y responderían a todas nuestras preguntas. Era una oportunidad para informarme pensando en un posible reportaje. Y el tema me interesaba mucho. Acepté. Sabía lo suficiente sobre ello como para distinguir la información de la publicidad interesada que sin duda aparecería en algunos momentos, o eso esperaba.

Nuestro anfitrión era un renombrado especialista a quien había entrevistado recientemente. Su campo de investigación era cada vez más demandado y la clínica era puntera. Desde el primer momento noté que habían preparado concienzudamente la visita. En cada zona encontrábamos un profesional especializado en un ámbito concreto que nos daba explicaciones de profundidad y complejidad acordes a nuestro nivel de conocimiento previo. Para terminar, nos reunieron en una sala en torno a una gran mesa con todos aquellos expertos y pudimos plantear dudas y preguntas.

Tengo que confesar que uno de ellos, de edad similar a la mía, moreno y con un discreto atractivo, me había llamado la atención durante la visita. Lo encontré sentado a mi lado en la mesa. Nos sonreímos. La luz se atenuó para permitirnos ver proyectadas algunas imágenes explicativas. Empezaron las preguntas. En respuesta a la mía, mi vecino inició una explicación. Y mientras hablaba, pasó suavemente un dedo por el dorso de mi mano, apoyada en la mesa. Dirigía sus palabras a todos, hablaba y miraba a todos, pero aquel roce era solo para mí.

La sorpresa me dejó inmóvil. Era algo muy sensual pero nada discreto a pesar de la penumbra. Pensar que todos estarían viéndolo me impidió disfrutarlo tanto como hubiera deseado. Duró unos pocos segundos. No hubo más. Al terminar la ronda de preguntas, nos levantamos para despedirnos. Él y yo nos miramos fugazmente a los ojos y volvimos a sonreír.

Nunca le volví a ver. No recuerdo su nombre ni su cara. Solo aquel roce delicado, excitante, breve. Se arriesgó a que no me gustara y reaccionara con indignación. Pero me gustó. El toque mágico de un solo dedo sigue imborrable en mi memoria.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRoce de @divagacionistas.

lunes, 1 de abril de 2024

A través de sus ojos

 


Si quieres reírte de ti mismo, prueba a verte a través de los ojos de un niño.

Hace siete años estábamos toda la familia celebrando el cumpleaños de una de mis sobrinas en el chalet de sus padres. Acababa de empezar el otoño y los niños jugaban en la piscina mientras los adultos vagueábamos en tumbonas tomando el aperitivo. La conversación llevó en un momento dado a una de mis cuñadas a contar que el 18º cumpleaños de su hija mayor la había hecho sentirse vieja, ¡tener una hija mayor de edad! Empezamos a hablar del paso del tiempo, de lo que nos hacía sentirnos viejos... vaya, que nos pusimos trascendentes.

Horas después, ya de noche, volviendo a casa con mi madre, mi hermana y mis dos sobrinos más pequeños, comentábamos cosas de la jornada. De pronto la peque, siete años tenía entonces, me dice: "Esta eres tú", se recuesta, hace como que da un trago a un vaso, entrecierra los ojos y suelta: 'Ah, la vida...'

No pude evitar reírme a carcajadas. Le pedí que repitiera esa imitación de mí para grabarla en vídeo. Jugando y todo, se fijaba en lo que decíamos los mayores y nos calaba perfectamente. Hablábamos de cosas que a ella le sonaban lejanas, quizá ni las entendía y desde luego, no les daba importancia, pero notaba que nosotros sí. Su resumen: charlábamos sobre "la vida" y en un tono nostálgico propio de viejunos.

Tenía siete años y ya era así de lista. Ahora que cumple catorce escribo esto porque ella ya no se acordará, pero yo no lo olvidaré nunca.

lunes, 25 de marzo de 2024

Libros

Le falta atención, no ha aprendido a concentrarse, se distrae con facilidad, tiene poca constancia, es una niña algo dispersa... Sus padres habían oído estas explicaciones muy a menudo en los pocos años de vida de la hija. Como era la primera y tampoco tenían sobrinos con quienes compararla, habían terminado creyendo las conclusiones, primero, de los abuelos; después, del personal de la guardería, y ahora, de los profesores.

Porque a ellos les había parecido normal que en casa la pequeña se rodeara de todos sus juguetes y le dedicara a cada uno un momento de atención antes de pasar al siguiente, o que fuera de amiguito en amiguito en el parque, o fuera mirando sucesivamente los adornos de la casa, o las fotos, o los canales de televisión...

En realidad era una niña curiosa y extraordinariamente rápida en decidir si algo tenía suficiente interés para absorberla. Con cinco años, pocas cosas lo habían conseguido.

Hasta que aprendió a leer.

El día en que cogió un libro y supo entender, una tras otra, las seis breves frases que acompañaban a los dibujos, volvió a empezar y las releyó una vez, y otra, y otra.

Porque el mundo exterior, en ese momento, había desaparecido.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosDesaparecer de @Divagacionistas

martes, 2 de enero de 2024

Reinicio

El comienzo del año no tendría nada especial de no ser por su simbolismo. Los comienzos están llenos de promesas porque nos hacen pensar en un horizonte virgen, en un camino sin pisar, en una hoja en blanco sobre la cual empezar a escribir algo nuevo. Y a ciertas alturas de la vida, cuando una se ha hecho mil veces la ilusión de que empezar es más fácil que continuar porque se toma un nuevo impulso, el inicio de un año es en realidad un reinicio. Volver a hacerse la ilusión de, esta vez, poder.

Con los ojos de la cara cerrados pero el cerebro despierto, das vueltas en la cama y todo parece fácil: dejar atrás lo que debió haber quedado atrás hace tiempo, emprender lo que deseaste emprender incontables veces, incluso encontrarte de cara la suerte que en otras ocasiones te fue adversa. Mientras remueves el café del desayuno te dices: si es posible lograrlo y me hará sentirme mejor, ¿dónde está el fallo?

El fallo está en la diferencia entre proponerse algo y llevarlo a cabo. Lo primero nos exige solo un minuto; lo segundo, un esfuerzo sostenido. Y mantener el impulso después de haber cogido carrerilla y saltado el primer día del año no es fácil: están la gravedad, el rozamiento, a menudo el viento en contra, incluso quien te pone la zancadilla.

El truco es contar con todo eso antes de saltar y ser realista en cuanto a nuestras fuerzas y la dificultad y el alcance de nuestro salto. Y si, previsiblemente, de un solo brinco no se va a llegar, plantearse cuántos serán necesarios, dosificar el esfuerzo, buscar puntos de apoyo intermedios.

Perdonadme el rollo. Podría haberlo escrito solo para mí, pero compartiéndolo me siento acompañada en mi reinicio.

Y en el fondo, lo que queremos todos es solo... ser más felices.

martes, 19 de diciembre de 2023

Asuntos pendientes

No necesito que una inteligencia artificial prediga mis probabilidades de morir en un futuro próximo. Ya dejé atrás la mitad de lo que, según las estadísticas, es mi esperanza de vida. Por eso hago lo que la mayoría hace en mi caso: intento no agobiarme pensando que no me quedan tantos días por vivir como los que ya he gastado; y a la vez trato de ir tachando líneas de mi lista de asuntos pendientes, tareas inacabadas y anhelos incumplidos.

Esto último es lo más difícil. Si no he logrado cumplirlos hasta ahora no será porque no lo haya intentado sino porque he fracasado. Enfrentarse al fracaso y analizar sus causas no es fácil ni siquiera en la edad madura. Se tiende más a responsabilizar a otros o a la mala suerte que a uno mismo. Pero hacerse trampas al solitario a estas alturas de la vida es una estupidez.

El balance no es malo en general, solo en algunos apartados concretos. Y como tendemos a dar por descontado lo que ya tenemos y quizá incluso a infravalorarlo, hay que repetirse con frecuencia: esto lo conseguí por mis méritos y he logrado mantenerlo, de modo que debo disfrutarlo con plena consciencia.

¿Y lo que nunca he alcanzado? Es cuestión de decidir si se tienen fuerzas y ganas para seguir persiguiéndolo, y de analizar objetivamente si es factible tener éxito. Si no se tienen y no es factible, mejor tacharlo de la lista definitivamente.

Pronto llegará el nuevo año, esa fecha mágica en que uno se hace la ilusión de que empieza algo y, como por ensalmo, tiene más opciones de hacerlo bien. Prepararé mi lista de propósitos, pero esta vez con más realismo.

lunes, 27 de noviembre de 2023

Memoria externa

Yo tenía memoria externa mucho antes de tener ordenador o pendrives: desde los 14 años escribo un diario en papel. Creo que por ahí me empezó a llegar el convencimiento de que mi profesión debía tener como elemento esencial el escribir.

Otra memoria externa han sido los álbumes de fotos. Las caras, las imágenes en general se nos vuelven borrosas o confusas con los años. Una foto no solo mantiene vivo el recuerdo del lugar o la persona sino el de las circunstancias que rodearon aquel instante.

He guardado también cartas y postales. Soy de una generación que ya viajaba antes de que existieran el correo electrónico o los mensajes al móvil. También soy de las idiotas que se han enamorado hasta el tuétano de alguien que vivía lejos, y no una vez sino varias. Si es vuestro caso y no habéis recibido nunca una carta de amor, dejad de videollamaros y escribid. Es mágico.

Guardo en el trastero cosas que olvido que existen hasta que entro allí a buscar algo. Abrir una caja y encontrar una medalla ganada en un concurso escolar, una manualidad hecha en clase o el primer puzle que terminé me permite recuperar sensaciones casi desaparecidas.

Hasta una colección de llaveros tengo allí guardada. Y de cada uno (y son más de trescientos) sabría decir ahora mismo cómo y dónde llegó a mis manos.

Luego están los olores. El de esa colonia que asocias a tal o cual persona te la trae de nuevo. Sin embargo, el de la propia persona, o el de aquel gatito que se echó mil siestas junto a tu cara, ya no volverás a olerlos. Eso no hay pendrive que lo conserve.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosMemoria de @divagacionistas

Recuerdos navideños

Estando tan próximos a las fiestas navideñas, me vienen a la cabeza muchas imágenes imborrables de esos días en mi infancia.

Recuerdo ir con mi padre y los únicos dos hermanos que tenía entonces por una calle Mayor cubierta de nieve pisoteada. Recuerdo ir mirando hacia abajo para no resbalar y ver mis pies metidos en unas botas de agua blancas (creo que son las únicas que tuve en mi vida) que no me aislaban del frío. Luego, de pronto, la plaza Mayor apareciendo ante mí como un paraíso de luces, colores y voces alegres. Era como un parque de atracciones, con docenas de puestos de venta brillantes de espumillón y fragantes de musgo. Compramos algo de corcho, musgo y alguna figurita para el belén. Y lo tocamos todo.

Recuerdo una nochevieja en que vinieron a casa algunos de mis tíos y primos, algo muy poco habitual. Mi tía trajo las uvas en paquetitos individuales de papel de aluminio, y recuerdo haberme preguntado con preocupación si tendría que comérmelas así, sin quitarles las pepitas.

Recuerdo una noche de reyes en que nos dispusimos a ir a la cabalgata. Como mi madre siempre tuvo una incompatibilidad insalvable con la puntualidad, llegamos cuando ya había terminado de pasar, y recuerdo mi decepción al cruzarnos en la Gran Vía semivacía con la gente que regresaba a casa alegre, emocionada, risueña.

Y, sobre todo, recuerdo las mañanas de reyes. Mis padres siempre fueron partidarios de que nuestra primera impresión no consistiera en cajas cerradas y envueltas, no: nosotros entrábamos en el salón y era como vernos transportados a una juguetería-librería. Las muñecas, los juegos de construcciones, los patines de ruedas, los libros de cuentos, incluso un año un tren eléctrico... todo nos mostraba su cara multicolor. El año en que todos pedimos bicicletas fue la bomba, aunque también el fin de la ilusión de que existían aquellos seres mágicos, pues mis padres no tenían forma de esconder tres bicis y un caballito y nos los encontramos en casa poco después de año nuevo. Bueno, más días de vacaciones para disfrutarlos.

Recuerdo, ya por último, que el uno de enero en mi casa se escuchaba el concierto desde Viena y se veían los saltos de esquí. Es una tradición maravillosa que he seguido manteniendo.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosMemoria de @divagacionistas

lunes, 30 de octubre de 2023

Configuración

Leí a alguien no hace mucho (en esa red de la que todos parecen huir) decir que desearía no sentir la necesidad de seguir la actualidad constantemente… ni sentirse culpable por desearlo.

Esa mezcla de adicción y obligación podría aplicárseme. Lo que surgió cono necesidad para desempeñar mi trabajo ha terminado siendo mi rutina vital, por esclavizante que me resulte.

No solo la actualidad me mantiene cautiva. Cada cosa que he visto, escuchado, aprendido desde el primer día de mi vida ha ido configurando mi forma de percibir la realidad.

Mi padre trabajó en televisión, cine y teatro, y me transmitió inconscientemente su visión profesional. Mi cerebro ve los saltos de eje, las faltas de raccord, los contrapicados... llama forillos a los forillos y voz en off a las voces en off. Como otros miembros de la familia que hemos hecho carrera en el mundo audiovisual, me es imposible no notar cuando un plano salta o un encuadre indica que algo importante sucede fuera de plano.

Me ocurre también con la gramática y la ortografía. Lo de la ortografía nos pasa, creo, a quienes hemos leído mucho desde pequeñitos, y me refiero a libros bien editados, bien corregidos. Lo de la gramática tiene su historia. En clase de lengua, hacia los 14 años aprendí el análisis sintáctico de las frases; me costó mucho, pero un día de repente lo vi claro y desde entonces soy incapaz de no verlo. Tanto que me dan puñetazos en ojos u oídos todas las incorrecciones.

Más condicionamientos: la primera vez que recurrí a alguien de fuera de mi familia en busca de ayuda me mandó a paseo. Tendría yo unos cuatro años. Un chico del cole me dijo que éramos novios, pero en cuanto fui a quejarme de que una niña me había pegado, debió de considerar que si el noviazgo implicaba obligaciones no merecía la pena. Tonta de mí por haber interpretado así las cosas. Desde entonces siempre he intentado ser autosuficiente.

Y otro para terminar: la primera vez que me enamoré, la persona con quien hacía planes de futuro me dejó tirada sin previo aviso ni explicaciones. Fallo mío también por esperar coherencia y compromiso de otro ser humano. Ya no lo hago.

En resumen: nuestro cerebro es muy plástico pero lo que se fija en él se fosiliza y va construyendo el molde en que terminamos confinados. No es una queja. Si no fuera así, no sabríamos quienes somos.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosCautividad de @divagacionistas

lunes, 25 de septiembre de 2023

Inercia

Casi nunca ponía el despertador. Por lo general abría los ojos a la hora en que comenzaban los informativos matinales de las emisoras de radio. Le bastaba apretar el botón porque escuchaba siempre la misma. Cuesta una barbaridad acostumbrarse a un esquema nuevo, se decía. Lo cómodo era saber en qué momento daban la información meteorológica, el resumen de prensa o la situación del tráfico en su ciudad.

Remoloneaba en la cama un buen rato antes de lanzarse a por el café. Sacaba su taza, su cápsula, el cartón de leche, las galletas. Mientras la leche se calentaba en el microondas, la cafetera ya estaba lista y ella ya había sacado sus pastillas, la cucharilla, llenado el vaso de agua, siempre la misma rutina.

Llevaba años usando el mismo champú y el mismo gel de baño. Empezaba a lavarse pasando la esponja por el brazo izquierdo y terminaba en el talón del pie derecho. Se secaba también siguiendo un orden. Iba a trabajar por el mismo camino y bajaba a comer con la misma gente desde hacía una eternidad. Por las tardes, lunes y miércoles, gimnasio; martes y jueves, piscina. Viernes, compras, cine, cena o copas, según surgiera. Ese era el único resquicio de imprevisión en su vida.

Empezó una relación con un compañero de trabajo que consiguió integrar en su esquema vital sin apenas flexibilizar nada. Hacerle sitio en el armario, incorporar sus gustos a la compra del supermercado y organizar los turnos de la ducha fue sencillo. Él se apuntó a su gimnasio y ella cambió la piscina por las partidas de pádel con él.

La vida avanzaba cómodamente en medio de la monotonía. Un día le pilló una mentira, la excusa que le había dado para no ir al gimnasio y llegar tarde a cenar, aun sin ser rebuscada, le pareció poco creíble y no fue difícil comprobar que no era cierta. Sin embargo, la inercia la llevó a tragar con aquella primera infidelidad, ¿para qué armar un escándalo si seguía a gusto con él?

Tragó también cuando empezaron los comentarios desagradables. Y cuando llegaron los reproches por cosas que eran en realidad responsabilidad de él. Aguantó sus arranques de frustración cuando lo echaron del trabajo. Miró para otro lado cuando se escondía en el baño para responder mensajes en su teléfono.

La inercia que le hacía la vida más fácil se la hacía, a la vez, más fea.

Hasta aquella llamada del médico.

Fue el revulsivo. Pruebas, diagnóstico, miedo, tratamiento, sentirse enferma, sentirse sola, pensar qué había hecho con su vida, mejoría, esperanza, recuperación.

En seis meses todo había pasado. Y todo había cambiado. Nunca más aceptaría que un día fuera igual al anterior y al siguiente. Jamás volvería a tragar lo intragable. Rebelarse era un esfuerzo, pero la vida que se estanca o se pudre no es vida.

Sobrevivir a la inercia fue difícil. Pero fue el mayor logro de su vida.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosSobrevivir de @Divagacionistas

lunes, 29 de mayo de 2023

Fosforescente

No me da miedo la oscuridad, me da miedo no ver.

Desde niña, uno de mis grandes temores ha sido quedarme ciega. Me gusta la oscuridad para dormir, pero siempre tiene que haber un poquitín de luz, algo insignificante, como la que se cuela por una rendija de la persiana o debajo de la puerta. Soy consciente de ello desde el episodio que voy a narrar.

Tendría yo cinco años cuando mis padres nos llevaron a los tres hermanos que éramos entonces (a los otros dos les faltaba un tiempo para existir) a un hotel cercano a una playa gaditana. El hotel estaba formado por chalecitos de dos pisos. En el de abajo estaban el salón y la cocina (allí aprendí a disolver el colacao en un poquito de leche fría antes de llenar el vaso). Y en el de arriba, los dormitorios y el baño.

La primera noche caí rendida, supongo. Me desperté de madrugada y todo estaba completamente oscuro. Mis padres debían de haber bajado del todo las persianas para que no nos despertara el temprano amanecer veraniego. El caso es que abrí los ojos y no vi absolutamente nada. Y me entró el pánico. No recuerdo si grité o lloré o me levanté, pero al momento estaba allí a mi lado mi hermano mayor. Le dije que no veía nada, que estaba todo negro. Entonces él me enseñó la esfera de su reloj.

Era un reloj moderno para aquella época, con una correa de metal cuyo trenzado lo hacía elástico (recuerdo que te pellizcaba la piel y te pillaba los pelillos del brazo), y con una esfera blanca en la que las manecillas y los marcadores de las horas eran fosforescentes.

Y allí me quedé yo, mirando fijamente aquellos puntitos verdes, hipnotizada, hasta que me dormí. Fue la primera luz que me quitó el miedo, la primera que sentí que necesitaba, la primera que convirtió una oscuridad impenetrable en un lugar seguro.


Esta entrada participa en los #relatosLuz de @divagacionistas

lunes, 24 de abril de 2023

Eso sí que sería magia

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que al inyectarte unos mililitros de líquido con una aguja finísima pudieran meterte, no un microchip para controlarte sino unos nanorrobots que permitieran a los médicos conocer de inmediato qué está fallando en tu cuerpo, ahorrándote así muchas pruebas, muchos meses de espera y mucho sufrimiento; y posibilitaran la curación inmediata.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que gobiernos de todo el mundo se pusieran de acuerdo, no para ocultar que en realidad nunca pisó la Luna ningún ser humano, sino para dedicar un inmenso esfuerzo conjunto a solucionar en una década los problemas de hambre, enfermedad, contaminación y calentamiento en todo el planeta.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que cuando los políticos hablan de diálogo se refirieran, no a lanzarse monólogos y despreciar cada uno los de los otros, sino a intercambiar ideas y opiniones con la mente abierta y sin prejuicios, cálculos electorales o presiones de grupos de interés.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que Musk, Bezos y cualquier millonario con capacidad de desarrollar tecnología aeroespacial llevara a un par de miles de kilómetros de altitud a todo aquel que lo necesitara para comprender que no existen fronteras, que el clima es global, que la Tierra es el único lugar donde las especies vivientes que conocemos pueden sobrevivir y que nos la estamos cargando.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que todo el mundo detectara una mentira, un vídeo o foto manipulados, una falsedad difundida para beneficiar a algunos, un intento de manipularnos... y que los rechazara de plano.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Dormir de un tirón todas las noches, despertarme sin que me doliera nada y verte a mi lado.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosMagia de @divagacionistas

lunes, 27 de marzo de 2023

Novelando

Empezó a escribir aquel diario porque una tía suya le había regalado por su cumpleaños un cuaderno tan bonito que parecía un libro de lujo con las páginas en blanco.

El problema es que nada de su vida cotidiana parecía merecer el quedar inmortalizado en aquel precioso volumen. Decidió inventarse un personaje con una existencia más novelesca.

Su padre, funcionario del ayuntamiento, se convirtió en un médico que en sus vacaciones viajaba a campos de refugiados en países lejanos con una ong. Su madre, profesora de inglés, pasó a ser traductora especializada en documentos científicos y técnicos por cuyas manos pasaban desde patentes hasta presentaciones para congresos.

Un día su madre le habló a su padre de una nueva técnica médica descrita en un documento llegado a sus manos. Él le vio una aplicación especialmente útil en los mal dotados quirófanos de campaña donde intentaba sacar vidas adelante. El problema: el texto no estaba publicado y él no tenía derecho a poner en riesgo la carrera profesional de su mujer. Averiguó dónde trabajaba el autor principal, lo espió durante días y preparó una escena con un amigo para representarla en la cafetería donde el investigador comía dos veces por semana, un gancho para entrar en contacto con él.

La trama se fue enredando en la imaginación de nuestra autora y se convirtió en una novela de espionaje científico que desembocó, tras muchas vueltas, en un conflicto diplomático. Estuvo a punto de añadir un golpe de estado en el país donde el padre iba finalmente a probar la técnica novedosa, pero lo sustituyó a última hora por un terremoto.

Llegó un momento en que tuvo que poner fin a la historia. Se quedó contenta pero con una sensación de vacío. Decidió empezar otra cuando volviera de sus dos meses en Irlanda, adonde sus padres reales le habían ofrecido ir para mejorar su inglés.

A la vuelta vio que se había dejado el diario encima de la mesa. ¿Lo habrían leído sus padres?

Junto al cuaderno había una carta. El remitente era la Editorial Destino.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosDestino de @divagacionistas

domingo, 26 de febrero de 2023

Me dijiste...

Nunca me prometiste nada. Pero me hice ilusiones.

Me dijiste que me querías, pero no que me quisieras más que a nada ni a nadie. Aun así, me ilusioné pensando en un futuro compartido.

Decías me habías abierto tu corazón, pero me ocultaste tus motivaciones, los resortes de tu pensamiento, de tu forma de actuar. Sin embargo, me ilusioné creyendo que te entendía.

Me contaste mil cosaspero te callabas demasiadas veces. A pesar de todo, me ilusioné imaginando que lo importante siempre me lo dirías.

Llenaste mi vida en muchos momentos, los momentos en los que estabas presente, y la vaciaste a lo largo de muchas ausencias sin explicación. Pero te justifiqué ante mí misma diciéndome que habría algún motivo importante y me ilusioné pensando que volverías.

Me dijiste que era la persona en quien más confiabas, pero no que nunca confiarías del todo en nadie. Fuera como fuese, me ilusioné suponiendo que nuestra relación era sincera.

Y no. Tu única relación sincera, incondicional y eterna es con el silencio, con la mentira, con la huida.

Ahora voy a tratar de ilusionarme conmigo misma, para variar. Espero no defraudarme.

Y que sea la última vez que me enamoro de un espía.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosIlusión de @divagacionistas

lunes, 30 de enero de 2023

Ahí te quedas

 La casa era vieja. Qué digo vieja, se caía a pedazos.

Había buscado por internet en varios portales pero no encontraba lo que quería. Preguntó a conocidos, sin resultado. Terminó eligiendo unas cuantas zonas de un par de provincias y mirando a bulto en Google Maps, llamando después a los ayuntamientos para informarse.

Quizá tenía poco claro lo que buscaba. O quizá demasiado claro.

Había ganado suficiente dinero en sus no más de veinte años de carrera profesional como para dejar de trabajar y vivir más que cómodamente para los restos. Había sido, claro, a costa de muchas horas diarias de esfuerzo, enormes dosis de responsabilidad y toneladas de estrés. Por eso aquella mañana en que se despertó con aquel dolor intensísimo no le extrañó nada.

El diagnóstico no era demasiado malo y, francamente, la recomendación -casi exigencia- de que cambiara de vida no le pilló de sorpresa. En realidad era la excusa perfecta para justificar, ante sí mismo y ante los demás, una ruptura drástica con sus obligaciones profesionales.

Empezó a soñar con una casita de piedra en una calle de casas similares, en un pueblo fuera de las rutas turísticas más comunes, con un terreno donde cultivar algo que pudiera comerse luego. Esto último le hacía especial ilusión.

Un amigo de una amiga de un conocido le puso sobre la pista definitiva. Tuvo que conducir un par de horas, aunque habría sido la mitad si no se hubiera perdido tres veces.

La casa se caía a pedazos. Bueno, no tanto. Se caían las contraventanas de madera, faltaban muchas tejas y alguna puerta estaba demasiado desvencijada para abrirse después de años cerrada. Pero... se ajustaba como un guante a lo que había imaginado. Un buen equipo de albañiles, electricistas, carpinteros, fontaneros y demás harían maravillas con ella.

Unos días de papeleos, unos meses de obras y podría mudarse. Aquella casita acogería su nuevo yo.

Llamó a su abogado y le dijo: Dile a Elon Musk que de acuerdo, le vendo mi empresa. Y en cuanto hayamos firmado, desapareceré y no podrá encontrarme. No vaya a ser que se arrepienta.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRenacimientos de @divagacionistas.

Dos, una, cinco

Cuando me mudé a esta casa la terraza estaba llena de trastos, macetas vacías, jardineras con tierra seca y ramas muertas...

Tardé meses en tener tiempo y dinero para decidir qué hacer con ese amplio espacio. Pronto hubo un arbolito, geranios, plantas aromáticas; luego más árboles, más plantas, un riego automático.

Había visto a menudo una pareja de urracas posadas en la antena o en el borde del tejado. Un día dejé media avellana sobre el muro más cercano al lugar de donde parecían emerger, un tejadillo que cubría las salidas de humos de todo el edificio bajo el que supuse que tenían su nido. No se acercaron hasta que me metí en casa. Entonces una de ellas se posó en el muro, cogió la avellana con el pico y se marchó volando de inmediato.

Fui poco a poco ganándome su confianza. Les ponía agua, frutos secos; no le hacían ascos al alpiste; de las frutas, la única que pareció gustarles eran las cerezas. En verano ya se acercaban a comer aunque yo estuviera tomando el sol en la terraza. Llegó el invierno. Una de las dos engordó bastante y comía con ansiedad, incluso gritando a la otra si se acercaba antes de que hubiese terminado.

Y, de pronto, ya solo venía una, la más delgada. Como sabía que las urracas se emparejaban de por vida, temí que la otra hubiera muerto. Me entristecí. Seguí viéndola cada día. A veces dudaba de si era la misma pero su familiaridad con la terraza y el plato de comida eran evidentes.

Hasta que, semanas después, un día ¡aparecieron las dos juntas! La gorda ya no estaba gorda. Ambas comían con buen apetito. Después de imaginar la muerte de una, verla allí renacida me llenó de felicidad. El tiempo era templado, los días se alargaban y mis urracas parecían sanas.

Esa tarde oí un coro de graznidos, una auténtica escandalera. Salí a la terraza y vi volar desde el tejado a la antena a cinco urracas. Tres eran pequeñas, de pico corto y aún tenían plumón.

Papá y mamá urracas habían estado empollando huevos y después alimentando a sus crías hasta que pudieron volar. Ahora les enseñaban sus dominios. Sentí que me las estaban presentando y las saludé con la mano.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRenacimientos de @divagacionistas.

lunes, 26 de diciembre de 2022

La teoría me la sé

La teoría me la sé.

Mirar a un punto fijo, tensar los músculos de abdomen y espalda, y levantar la pierna despacio, despacio.

Nada, me desequilibro constantemente y tengo que apoyar una mano en la pared. Al resto de mi clase de pilates estas cosas se le dan mucho mejor que a mí. Es cuestión de práctica, dice la profesora, que podría mantenerse sobre una sola pierna horas y horas; afirma que el equilibrio se desarrolla.

La teoría me la sé.

Luces apagadas, respirar lentamente, ir relajando los músculos, alejar los pensamientos conflictivos... esto, esto es lo que me falla. Los rechazo pero no se dan por aludidos y vuelven una y otra vez. Así no hay quien se duerma.

La teoría me la sé.

Más verduras y legumbres, menos carne; más fruta, menos dulces; más alimentos frescos, menos procesados; comer mejor y más ordenadamente. Debería ser fácil, pero no lo es.

La teoría me la sé.

Siempre hay alguien que te la cuela o intenta colártela, ya sea vendedor, compañero de trabajo, empleado que te debe atender o desconocido con quien coincides casualmente. Hay que calmarse, no perder los papeles, reaccionar proporcionadamente y dejar que se diluya la rabia... O habría que.

La teoría me la sé.

Los problemas que tienen solución es mejor afrontarlos con la mente serena. Lo que no tiene arreglo conviene pensar que antes o después se asumirá. A lo que no depende de uno no hay que darle el poder de robarte la salud y la paz.

Es en la práctica en donde fallo. Y me paso la vida tratando de recuperar el equilibrio.



Con esta entrada participo en la convocatoria #relatosEquilibrio de @divagacionistas

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Borregos

Que los turistas, sobre todo si vamos en viajes organizados, venimos a ser como un rebaño no me lo discutiréis. Vamos como borregos allí donde se supone que hay algo digno de verse y, si es detrás de un guía, haciendo dócilmente lo que este nos indica.

Acabo de estar en Egipto en uno de esos recorridos típicos por una docena de lugares de interés durante una semana agotadora. No me quejaré del palizón y de la falta de información verdaderamente relevante (algunos guías se centran en las anécdotas y tratan a los viajeros como si fueran mentalmente menores de edad). Pero hay cosas...

Templo de Luxor. Arquitectura y escultura impresionantes. Duele el cuello de tanto mirar hacia arriba por el gigantesco tamaño de las figuras. En un momento dado, el guía señala un pedestal con una escultura de un escarabajo. Y en lugar de explicarnos por qué los antiguos egipcios daban tanta importancia a ese animal y a su papel en el juicio de los muertos, nos suelta: la tradición es pedir un deseo y dar tres vueltas alrededor para que se cumpla. Y hala, en un instante ya hay docenas de personas rodeando el pedestal en procesión mientras yo, atónita, me pregunto si de verdad creerá alguien semejante memez.

Templo de Philae. Trasladado piedra a piedra de una isla que quedó inundada al construirse la presa de Aswan a otra isla cercana. Impresionante también. El guía indica que en tal estancia hay una especie de altar de piedra rojiza dedicado a la diosa Isis y que la tradición es ponerse la mano izquierda en el pecho y tocar la piedra con la mano derecha unos segundos mientras se formula un deseo. De inmediato, aglomeración de crédulos forcejeando para alcanzar el altar.

Ha habido más situaciones semejantes, pero no cabrían en este breve relato. Con todo, os podéis hacer una idea de lo sencillo que es inventarse tradiciones para camelar a turistas aborregados que, curiosamente, apenas hacen preguntas sobre historia.


lunes, 31 de octubre de 2022

En la maleta

Un viaje tan largo como la vida se empieza casi sin equipaje. Llevas solo el de tus genes... bueno, y el comodín de la familia.

Unos buenos genes son como una maleta sólida y con ruedas: te lo hacen todo más fácil. Si te ha tocado una buena salud, no tienes que meter cosas como hospitalizaciones, temporadas en cama o medicinas de las que depender. Si has sido agraciado con inteligencia, memoria y capacidad de comprensión, es como si la maleta tuviera bolsillos extra.

¿Qué necesitas meter? Dos cosas imprescindibles son Saber y Entender. Para tenerlas es necesario Aprender. Se puede viajar por la vida sin saber muchas cosas y sin entender más que unas pocas, pero el trayecto es infinitamente más provechoso y divertido cuanto más se sabe y se comprende.

Decidir y Hacer son otras prendas irrenunciables en nuestro equipaje. Esperar a que sucedan las cosas es mala idea porque no necesariamente ocurrirá lo que esperas. Llevar las riendas de tu vida es como elegir el destino al que vas y comprar el billete.

Asumir y Superar son siempre útiles. Asumir es algo versátil y multifuncional: sirve para las responsabilidades, los errores y las realidades que no podemos cambiar. Superar es necesario para no quedarte atrapado en la peor etapa del viaje.

Y no puede faltar Cambiar. Viajar, vivir, implican cambio y adaptación. Si tú no cambias, el viaje se te irá haciendo cada vez más difícil, más incómodo, más incomprensible.

Para terminar, siempre es recomendable llevar Compañía. Pero solo si es buena y quiere hacer el mismo viaje que tú.




Esta entrada participa en la convocatoria #relatosEquipaje de @divagacionistas.

lunes, 26 de septiembre de 2022

A day in the life

Uf, qué sueño. ¿Qué hora es? Joerrrr.

Caféeee, qué rico. ¿No había quedado algo de pan de ayer?

¿Estará bien? Ni una llamada, ni un mensaje, qué mierda.

Hala, mogollón de whatsaps del trabajo, a ver qué problema hay hoy.

Este melón no es gran cosa, la verdad. A ver si luego compro fruta. Y pan.

¿Me he tomado la pastilla?

Ya están los tertulianos en la radio, hala, fuera.

¿La revisión del gas era mañana o pasado?

Bueno, ducha rapidita, que voy tarde.

Ay, qué dolor en el codo, ¿me he dado algún golpe?

Diez minutos para vestirme y llegar al gimnasio, que si no me pierdo la clase.

Ainssss, no puedo seguir el ritmo. Qué manera de sudar y de jadear. Tendré que darme otra duchita.

Jo, ya podría llamarme.

Mierda, se me va el bus.

Bien, he fichado a la hora. A ver cómo se da la jornada.

Pero ¿qué? Si solo estamos tres hoy, ¿cómo vamos a hacer tanta cosa? Ufff, pasito a pasito, vamos allá.

¿Dónde había visto yo ayer este dato?

No sé si llamarle yo. No, porque no me lo va a coger. Y de los mensajes pasa. Vaya mierda.

¿Diga? No, lo siento, no me interesa cambiarme de compañía.

Me meo, por dios, que se espere el teléfono que no aguanto más.

Hola, tengo una llamada tuya perdida, dime. Sí, estoy en ello. Sí, estará a tiempo, tranquilo. Sí, te aviso. Venga, hasta luego.

Hola, tengo una llamada tuya perdida, dime. Sí, está Ana con ello. Sí, ya está acabando, tranquila, ahora te llama ella. Ciao.

Hola, te lo estoy enviando ahora. Échale un ojo.

¿Me he dejado el cargador en casa? Pues sí…

Joer, llaman todos a la vez. Hola, espera un segundo. Hola, te llamo en seguida, que estoy con otra llamada. Hola, tengo a Marta por otra línea, te llamo en un rato y te cuento.

¿Qué paquete? No, no hay nadie en casa, habían dicho que lo traían mañana. Pues lo siento pero la fecha de entrega era mañana.

Ay, el codo.

Ana, porfa, llama a Eva. Dile que ya está lo suyo.

No me va a dar tiempo de quedar con Carmen. Luego la llamo.

A casita ya, por fin. Ay, comprar fruta y pan.

Pues si no me quiere llamar, que no me llame.

Qué cabrón, ha dejado el paquete en la puerta.



Este relato participa en la convocatoria #relatosDispersión de @divagacionistas

jueves, 15 de septiembre de 2022

De padres y héroes

Siempre he pensado que crecí en una familia feliz. Por supuesto, entre mis recuerdos hay malos momentos, pero el conjunto de mi infancia y adolescencia rebosan alegría, amor, paz y satisfacción.

He tardado en descubrir el esfuerzo que les supuso a mis padres proporcionarnos todo eso y no dejarnos notar cuánto les costaba. Ahora veo con otros ojos los enfados de mi padre, entiendo retazos de conversaciones que sorprendía y me explico ciertas tensiones. Nunca quisieron que notáramos carencias ni echáramos nada importante en falta. Lograrlo fue una heroicidad suya que estoy descubriendo ahora.

Mi padre falleció hace once años; mi madre, hace tres. A lo largo de muchos meses fui vaciando su piso. De la infinidad de papeles que había en él, conservé los que en una primera valoración me parecieron interesantes. Ahora los estoy mirando con más detenimiento y clasificando para guardarlos y para compartir su contenido con mis hermanos.

Ayer me centré en todos los documentos relacionados con lo que fue el hogar familiar. El contrato de arrendamiento me ha revelado un alquiler que se llevaba una parte considerable del sueldo de mi padre. Un inciso: ese sueldo fue el único dinero que entró en casa durante muchos años; ahora me parece milagroso haber podido vivir toda la familia solo de él.

Al cabo de siete años y pico de vivir alquilados, al parecer llegaron a un acuerdo con los dueños para comprar el piso, un acuerdo que tardó luego más de una década en plasmarse en un contrato de compraventa (no he encontrado un documento anterior a ese). A la firma de ese contrato mis padres habían pagado más del 80% del dineral que costaba, para lo cual suscribieron una hipoteca con un banco. Una vez cancelada, pidieron otra a la mutua de previsión social de la empresa donde trabajaba mi padre para abonar el resto. En total tardaron unos 21 años en pagar por completo el piso.

Mientras tanto, habíamos nacido los cinco hijos. Todos necesitábamos camas y otros muebles, ropa, comida, colegio, libros... No imagino los malabarismos que hicieron mis padres para sacarnos adelante. Hasta ahora pensaba en los gastos corrientes nada más, no en el enorme añadido de las hipotecas. Sí sé que recurrieron a anticipos, pequeñas ayudas y préstamos de algunas personas cercanas y al Monte de Piedad (una casa de empeños oficial, para quien no lo sepa).

Ropa y libros de texto pasaban de los mayores a los menores. Los muebles y electrodomésticos alargaban su vida útil hasta lo inverosímil. Las librerías estaban llenas de libros leídos mil veces y los juguetes, todos compartidos, daban de sí más de lo imaginable. Las vacaciones eran breves y donde y cuando se podía. Comer fuera o ir al Parque de Atracciones eran algo extraordinario reservado para las celebraciones. Invitar a gente a casa era más extraordinario aún. Con todo, siempre comimos bien, fuimos bien vestidos y calzados y tuvimos regalos de cumpleaños y de Reyes. Nunca nos faltó nada importante.

Mis hermanos y yo no compartíamos las preocupaciones de nuestros padres de ninguna manera. Y eso fue así porque casi nunca hablaban de dinero más que entre ellos. Tuvimos que llegar a la adolescencia para empezar a conocer la realidad en líneas generales, nunca al detalle.

Les agradezco a mis padres ese esfuerzo ímprobo. Sin embargo, eso me impidió valorar toda la amplitud de su cariño y su compromiso. Me sentí querida y me habría sentido aún más querida de haber sabido todo lo que hicieron por mí y mis hermanos. Les habría disculpado muchas cosas, les habría dado las gracias más a menudo y les habría mostrado mucho más el amor que les tenía.

sábado, 10 de septiembre de 2022

Comparaciones



Nuestra fortuna, quizá también nuestra condena, es basar la percepción en la comparación. Un sabor nos gusta más que otro, preferimos un tipo de música a otro, nos agrada más el calor o el frío. Nunca nos sentimos mejor que cuando desaparece un dolor o una preocupación. Agradecemos el silencio cuando el ruido nos agobia y añoramos el bullicio cuando la calma se vuelve vacío. La distancia física y temporal nos hacen desear la proximidad, y viceversa. En la edad adulta sabemos cómo fue nuestra niñez y entresacamos los momentos o experiencias que gustosamente cambiaríamos por los actuales... o que borraríamos del pasado sin dudarlo.

Por comparación, tenemos días buenos y días malos, épocas de paz y prosperidad y malas rachas. Hay personas que nos hacen felices y otras que nos causan sufrimiento. Unos dolores los sabemos temporales y otros nos acompañarán para siempre.

Ese para siempre es la piedra de toque de la comparación. Para saber el valor exacto de algo no hay nada como perderlo sin esperanza de recuperarlo. Los seres queridos que fallecen, los años de juventud cuando se ha entrado en la madurez, el cariño de una persona que dejó de amarnos o el buen funcionamiento de nuestro cuerpo o alguna de sus partes.

Tal vez sea recomendable imaginar cómo sería nuestra vida sin algo que forma parte de ella actualmente. Seguro que lo apreciaríamos más y nos esforzaríamos por no perderlo.

lunes, 28 de marzo de 2022

El conocimiento

Estudié (era obligatorio entonces) la religión católica en el colegio, no como una mitología, no analizando su origen y evolución, sus falacias y anacronismos, sino como una verdad revelada e indiscutible en su interpretación por las autoridades eclesiásticas. Con los años la inteligencia madura, se adquieren nuevos conocimientos y experiencias y se forma un criterio propio. Y, claro, entonces se entiende cómo surgieron las religiones en general, su utilidad como respuesta en épocas de desconocimiento, su valor como fuente de poder y de coacción.

Una de las cosas que más me llaman la atención del cristianismo es la metáfora de "comer la fruta prohibida" del "árbol del conocimiento". Viene a decir que los humanos podíamos ser felices (vivir en un paraíso) siempre que aceptáramos las órdenes de la divinidad sin cuestionarlas y, sobre todo, siempre que no quisiéramos saber. Pero, claro, la curiosidad (el diablo, la llaman en el relato bíblico) es lo que ha hecho de nosotros lo que somos, la que nos ha permitido avanzar. ¿Cómo podría esperar un ser superior que, según se dice, ha creado al ser humano y lo ha dotado de un cerebro tan potente y versátil, que el humano renunciara a utilizarlo?

El deseo de saber tiene sus riesgos: puede que lo que averigües no sea coherente con lo que te habían dicho; puede que no te guste o incluso que te perjudique. Lo que está claro es que el deseo de saber es incompatible con la aceptación acrítica de los dogmas divinos. De ahí que buscar el conocimiento implique ser expulsado del paraíso de la ignorancia. Pero la ignorancia no es un paraíso, más bien una prisión.

Y no dejéis de notar que la mitología cristiana hace protagonista de esa rebelión contra la ignorancia a la mujer. Por eso la lleva despreciando desde entonces, la acusa de pecados y la culpa de desgracias.

Señores cristianos: agradezcan a Eva que no se conformara con vivir en la ignorancia. Creo que hay científicos creyentes en esa fe. Deberían nombrar a Eva patrona de la ciencia.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosParaísos de @divagacionistas

Después del Edén

Los paraísos siempre están en el pasado. Son épocas, instantes, lugares, personas que nuestro recuerdo ha llegado a convertir en perfectos, en ideales. Todo por esa tendencia natural a embellecer nuestro relato mental de lo que seguramente ya era bello: a limar aristas, reparar grietas, avivar colores, disolver sombras y añadir luz.

Vivimos historias de amor, temporadas felices en el trabajo, días de especial calidez familiar, momentos de amistad acogedora... Cualquiera de ellos puede, con tiempo y remodelación mental, adquirir la perspectiva perfecta y convertirse en un paraíso que, aunque ya no volverá, nos acogió durante un tiempo feliz.

Lo perfecto no dura mucho; desde luego, no más que la añoranza. Si me pongo a pensar, siempre me falta algo o alguien. No en todos los casos soy consciente de cuándo lo perdí, pero sí lo soy de que lo tuve. Al recordar, me invade la sensación de que la vida no es justa. Sin embargo, rara vez me paro a reflexionar sobre si fue inevitable esa pérdida y si tuve en alguna medida responsabilidad en ella. Autorreprocharse no es una tendencia natural, está claro. Pero uno tiene que hacer las paces con sus errores, no negarlos.

Basar las expectativas en la comparación con el supuesto ideal vivido es desastroso. Hace falta decapar esos recuerdos, lijarles la irrealidad, buscar la esencia de esos paraísos, ser conscientes de lo que nos dejaron tras su paso. También plantearse si hay algo que se pueda recuperar, cuánto esfuerzo costaría y si merecería la pena.

Y, sobre todo, es esencial pulir, colorear e iluminar la vida en cada momento, detectando y apreciando los retazos de paraíso escondidos en cualquier rincón, sin permitir que la prisa, la desgana o el perfeccionismo nos vuelvan miopes.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosParaísos de @divagacionistas

lunes, 28 de febrero de 2022

En las venas

Recuerdo la primera vez que, de niños, nos llevaron a mis hermanos y a mí a hacernos nuestro primer análisis de sangre. Nos quejábamos de que no nos habían dejado desayunar. El ritual me pareció tan siniestro que les tuve miedo a los análisis hasta que a partir de mi adolescencia se convirtieron en algo trivial de tan rutinario. Pero aquel primer día me sirvió para descubrir una tienda maravillosa de material para fiestas infantiles, Vicente Rico se llamaba; era el sueño de todo niño.

Con el tiempo aprendí eso de los "valores normales", el rango de niveles entre los cuales no había que preocuparse. Y fui descubriendo todo lo que dicen de nosotros unos mililitros de sangre.

Heredé el grupo sanguíneo de mi padre. Pero ahora me apetece más hablar de lo que aprendí de mi familia. Expresiones normales en el hogar donde me crie.

Si a alguien le hervía la sangre era que estaba muy, muy enfadado. En cambio, el miedo te helaba la sangre en las venas. Y si no tenías eso, sangre en las venas, era porque te sobraba pachorra o te faltaba valor. Siempre era mejor no hacerse mala sangre por cosas que en el fondo no tenían tanta importancia. Aprendimos a no hacer sangre, o sea, a no hurgar en la herida; a no discutir con personas a quienes la sangre se les subía fácilmente a la cabeza, y a tener sangre fría cuando las cosas se ponían serias. Unos llevaban en la sangre la habilidad manual, otros la gracia en el hablar o en el bailar y otros el arte para dibujar; en la mía parecía correr la facilidad para los idiomas.

El peor recuerdo que me trae la palabra sangre es el de la hemorragia cerebral que me arrebató a mi madre. Y el mejor, el de alguien que me dijo que la familia no era solo la que compartía tu misma sangre.

Vivimos un momento difícil, se está derramando sangre no muy lejos de mi país por decisión de personas que piensan más en su poder que en el dolor ajeno. Ojalá termine pronto.



Esta entrada participa en los #relatosSangre de @divagacionistas.

lunes, 31 de enero de 2022

La mecedora



Me gusta la rutina pero solo hasta cierto punto, como base, como paisaje de fondo. A partir de ahí, quiero variaciones, que el primer plano ofrezca novedades a menudo; que entre lo estable y lo cambiante haya una relación, pongamos, de 50-50.

Por eso en mis paseos voy cambiando de recorrido y además improviso alteraciones sobre la marcha. Cuando salgo a andar voy con una idea general: norte, sur, este u oeste, y a partir de ahí... ya veré.

Salí el domingo rumbo norte. Pronto giré al este y al rato, de nuevo hacia el norte. Me encontré en una calle amplia por la que no recordaba haber caminado nunca, el Paseo de los Cerezos. Creo que entre los cientos de árboles que albergaba no había ni un solo cerezo.

En la acera derecha, altos edificios de oficinas y bloques de viviendas. En la izquierda, chalecitos y pequeñas construcciones de dos pisos con entrada independiente para cada uno. Y de pronto...

Los ojos se me quedaron clavados en una mecedora que permanecía inmóvil al sol en un balcón bajo. Nunca he visto en casa una igual pero la sensación de familiaridad era indudable. Le hice una foto y, al volver a casa, corrí a mirar en los álbumes familiares. Pero no encontré nada parecido.

Fue mi madre quien, rebuscando en su memoria, recordó una mecedora así.

- "Tuvimos una, yo me sentaba en ella a acunar a tus hermanos mayores y también a leer. Se rompió poco antes de nacer tú. La tiramos".

- "¿Me has hablado de ella?", le pregunté.

- "Seguramente, pero dudo de haberla descrito con tanto detalle como para que hayas podido reconocerla."

Yo recordaba la imagen, no la descripción. ¡Estaba segura de haberla visto!

Al preguntar a mi padre, fue a buscar un cuaderno de dibujo y me enseñó un bosquejo a lápiz en el que era fácil identificar a mi madre con un bebé en brazos sentada en una mecedora, en LA mecedora.

- "Llevo sin sacar este cuaderno desde antes de que fueras al colegio. ¿Cómo puedes acordarte de este dibujo?"

Y entonces caí.

- "Porque me dijiste que yo entonces solo era un angelito. Y lo dibujaste flotando en el techo."

Y allí, en la esquina superior izquierda, apenas visible... estaba yo.



Esta entrada participa en los #relatosDejavu de @divagacionistas

domingo, 16 de enero de 2022

Socializar

Es una de las palabras de moda. Antes hablábamos de quedar, de llamarse, de charlar, de relacionarse. Ahora todo eso es socializar.

Y es lo que muchos estamos haciendo menos con motivo de la pandemia. Hay personas a las que no dejo de ver y llamar pero con bastantes estoy perdiendo el contacto. Es una sensación rara, como de aislamiento inevitable y, en mi caso, como de vuelta a la infancia.

Quizá les costará creerme a quienes me han conocido de adulta, trabajando ya como periodista, pero de niña y de adolescente fui muy tímida. No tenía muy claro cuánto hasta que hace unos años coincidí con un antiguo compañero de colegio. Dijimos de quedar para charlar (y nunca lo hemos hecho) y me comentó que en aquellos tiempos escolares deberíamos haber hablado más.

¿Tenía razón, deberíamos haber hablado más? En realidad, yo debería haber hablado más con todo el mundo, especialmente con las personas cuya conversación habría sido más interesante o podría haberme abierto más. Pero no lo hacía. Echo la vista atrás y no recuerdo muchas compañeras con quienes charlase, quizá media docena; y menos aún compañeros. Me costaba confiar, abrirme, perder el miedo... todo lo que la timidez hace difícil.

¿Debería haber hablado más? De cosas de niños, de cosas de adolescentes. De temas triviales que se antojan importantísimos y de cuestiones cuya importancia se empieza a intuir entonces. ¿Debería haberme relacionado más con personas con las que años después, cuando he vuelto a verlas, he tenido conversaciones largas y animadas? Coincides en la presentación de un libro, comprando algo en una tienda, o alguien te encuentra por redes sociales o profesionales, y te viene a la memoria la época de clase... solo que yo ya no soy la que estuvo allí. Aquella nunca habría hablado y escuchado tan relajadamente.

¿Me perdí algo importante por ser tímida? Probablemente no. El cerebro va a su ritmo, madura con los estímulos y con las necesidades. En los últimos años he cambiado bastante de puesto de trabajo y eso ha implicado tratar con mucha gente distinta. Por eso y por otras circunstancias y actividades he descubierto que me gusta la gente. No toda, claro. Quiero decir que en general me resulta fácil ver algo agradable o interesante en las personas. Y ahora disfruto socializando.

¿Qué nos habríamos dicho entonces si hubiéramos hablado, antiguo compañero? No mucho, seguramente. Creo que merecerían más la pena las conversaciones de los adultos que somos ahora. O, al menos, yo sería más capaz de apreciarlas. Soy más sociable.

lunes, 25 de octubre de 2021

Nacer

Era un piso luminoso, no muy grande pero sí mayor que el suyo actual. Deprimía un poco verlo; sin embargo, como solía decirse, "tenía muchas posibilidades". Quizá era ella quien no tenía tantas, pero ¿qué importaba gastarse los ahorros de toda la vida si precisamente había estado ahorrando para algo así?

Contrató una empresita de reformas con muy buenas referencias. A través de los expertos ojos del jefe empezó a imaginar cómo podría quedar aquel espacio cuando lo vaciaran, lo arrasaran y lo recompusieran. Se encontró tomando decisiones y viéndolas puestas en práctica.

- ¿Y con la terraza qué quiere hacer?

La terraza parecía un trastero. Mesas y sillas viejas corroídas por la intemperie, macetas y jardineras con tierra pero sin más vegetación que malas hierbas campando a sus anchas, cacharros varios y herramientas que iban sacando los obreros cuando necesitaban espacio para trabajar.

- Con la terraza ya veré, lo primero es la casa.

Las obras llegaron a su fin. Embalar, mudarse y desembalar fue agotador. Comprar muebles resultó divertido, aunque la espera para recibirlos se le antojó eterna. Y a finales de primavera se enfrentó a la terraza. La vació poco a poco, cogió papel y lápiz e hizo un boceto, el boceto de un ideal.

Sacó de una bolsita un hueso de cereza, otro de albaricoque, uno de naranja y otro de limón. Huesos que cualquier otro día habrían ido a la basura y que esa mañana había optado por guardar.

- Compraré también plantas ya crecidas, claro, pero vosotros vais a nacer aquí.



Este relato participa en la convocatoria #relatosHuesos de @divagacionistas

lunes, 26 de abril de 2021

Este niño...

- Este niño no se ríe...

- Mujer, yo lo veo siempre con la sonrisa en la cara.

- Ya, pero no se ríe. Ni da esos grititos tan típicos de los niños.

- Será que es tranquilo, y oye, mejor, ¿no?

- No sé...

Al cabo de unos meses él admitió que su hijo no parecía del todo como los demás. Había empezado a balbucear sus primeras palabras, parecía entender lo que le decían, tenía juguetes favoritos y era cariñoso con sus padres, sus abuelos, sus primos... Pero le faltaba algo.

- Mira, vamos a preguntarle a la pediatra. Aunque coma bien y duerma bien y no parezca enfermo, yo qué sé, algo raro tiene.

La pediatra no notó nada extraño.

- Pruebe a hacerle reír, venga, pruebe.

El niño la miraba hacer muecas y la imitaba; si se tapaba la cara y luego apartaba las manos gritando cú-cú, ladeaba un poco la cabeza como esperando ver qué venía después. Una gansada tras otra, un juego tras otro, y el pequeño observaba. Terminó por bostezar.

- A ver si el psicólogo...

Descartaron todo tipo de enfermedades. Un especialista detrás de otro lo diagnosticaban como normal, quizá poco interesado por las payasadas, los sustos o las cucamonas. Al final fue la abuela materna la que dio con la clave.

- Este niño no se sorprende por nada.

No había una patología que tuviera como síntoma la falta de capacidad de sorpresa.

Así que los padres se resignaron a que su hijo viviera como si ya lo hubiera visto todo.



Este relato participa en la convocatoria #relatosSorpresas de @divagacionistas

lunes, 22 de febrero de 2021

Buscadores

Encendió el ordenador, abrió el buscador de siempre y tecleó las palabras que había memorizado cuando las pronunció el médico de la UCI a quien le tocaba ese día informarle del estado de su abuelo.

Tormenta de citoquinas.

Las citoquinas, vale, proteínas que coordinaban la respuesta del sistema inmunitario contra una infección. Pero ¿tormenta?

Una entrada del blog de un médico hablaba de ello. Se lo leyó con atención. Se preocupó más aún.

Una revista médica también lo describía, y mencionaba tratamientos con antiinflamatorios. Lo que el médico le había contado que estaban probando con su abuelo.

El hombre mejoró, salió de la UCI y, finalmente del hospital.

***

Un año después era él quien tecleaba en el buscador, y su nieta, el motivo de su preocupación.

Tormenta de hormonas en la pubertad.

Leyó con curiosidad creciente y preocupación menguante. Al parecer todos hemos pasado por eso al entrar en la adolescencia, solo que no le habían puesto un nombre técnico. Afortunadamente ahora se sabía distinguir entre los casos normales y los patológicos.

***

La necesidad de buscar explicaciones es uno de los mejores rasgos del ser humano. Que puedan estar al alcance de cualquiera, una de las grandes ventajas de la interconexión digital. Saber distinguir entre la información fundamentada, las especulaciones gratuitas o interesadas y el engaño es una cualidad que se adquiere con tiempo y trabajo.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosTormenta de @divagacionistas

lunes, 25 de enero de 2021

Testigos

Hace unos años estuve en Copenhague por trabajo. Se celebraba allí la final del Concurso Europeo de Jóvenes Científicos y yo fui una de las periodistas invitadas a cubrirlo. Los proyectos presentados eran muy interesantes y los adolescentes que los habían ideado los explicaban brillantemente.

Paralelamente la organización había previsto muchas actividades, algunas destinadas a que los periodistas conociéramos, ya de paso, ámbitos de la investigación y la tecnología en los que Dinamarca destacaba. Nos ofrecieron una docena de visitas: seis a distintas empresas y otras seis a diversos departamentos de la Universidad Técnica de Copenhague. Yo elegí (lamentando que no se pudiera ir a todo) una a una farmacéutica y otra al Departamento de Ingeniería Medioambiental. Las dos fueron fantásticas.

En la universidad vi por primera vez testigos de hielo, cilindros de muchos metros de largo extraídos, en este caso, perforando verticalmente la capa de hielo que cubre Groenlandia. Analizándolos los investigadores habían descubierto cosas muy interesantes.

Hay que decir que ese hielo se forma al comprimirse por el peso de sucesivas capas la nieve que se va depositando año tras año durante milenios, así que profundizar en el hielo significa retroceder en el tiempo. Los científicos habían averiguado la relación entre milímetros de hielo y años en cada nivel.

Esa nieve ahora helada contenía información valiosa. Por ejemplo, el agua que se evapora de los océanos (y cae luego al nevar) contiene mayor o menor proporción de isótopos más pesados del oxígeno en función del calor que haya hecho ese año. Los más pesados se evaporan solo cuando hace mucho calor. La proporción de isótopos en cada nivel, por tanto, permite conocer las variaciones de temperatura.

Además, la nieve cae con suavidad, atrapando pequeñas burbujas de aire que quedan en su interior cuando se convierte en hielo. Ese aire da idea de la composición de la atmósfera -gases y partículas- en cada época.

Así que una de las maravillas de la nieve es que conserva información del pasado.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosNieve de @divagacionistas.