lunes, 30 de marzo de 2020

No tocar

Reconozco este paisaje urbano. No me desconcierta. Lo he visto en los amaneceres de domingo yendo a trabajar; en las tardes de agosto, con las tiendas cerradas en masa; en las noches de mi nada turístico barrio. Ir y volver del trabajo estos días y cruzarme apenas con una docena de personas no está dejando imágenes nuevas en mi retina ni sensaciones distintas en mi cerebro. Salgo de mi casa una vez al día, cinco días por semana. Y mientras estoy dentro, no me siento encerrada, ¿dónde iba a estar mejor? Me relaciono con gente a diario: hablo y escucho, intercambio mensajes, leo y escribo...

Pero sí hay un límite extraño que me cuesta asumir: el de no tocar nada. Lavarme las manos si lo hago sin querer o por necesidad. Desinfectar mi puesto de trabajo cuando llego. Ahora todo es un peligro en potencia. Me acerco a comentar algo con alguien y tengo que echar el freno un metro antes de lo que mi cultura mediterránea me marca como normal. El viernes una compañera lloraba tras recibir la noticia de la muerte de un amigo y ninguno pudimos abrazarla, no hubo más consuelo que el de las palabras dichas a través de un muro invisible de precaución.

Hace dieciocho días que no toco a nadie. A requerimiento de mi empresa, mi aislamiento empezó un par de días antes de que se impusiera en este país. No es que yo sea muy de tocar, pero desde luego no soy muy de evitar. Echo de menos una mano en el hombro, una palmadita amistosa. Los besos de mis seres queridos han quedado para otra ocasión. A la persona a la que más querría abrazar ni siquiera puedo ir a verla.

La mano es la herramienta del alma, dice un poema de Miguel Hernández. Si las manos trabajan pero no acarician, una zona del cerebro nota un inmenso vacío.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosLímites de @divagacionistas