lunes, 26 de diciembre de 2022

La teoría me la sé

La teoría me la sé.

Mirar a un punto fijo, tensar los músculos de abdomen y espalda, y levantar la pierna despacio, despacio.

Nada, me desequilibro constantemente y tengo que apoyar una mano en la pared. Al resto de mi clase de pilates estas cosas se le dan mucho mejor que a mí. Es cuestión de práctica, dice la profesora, que podría mantenerse sobre una sola pierna horas y horas; afirma que el equilibrio se desarrolla.

La teoría me la sé.

Luces apagadas, respirar lentamente, ir relajando los músculos, alejar los pensamientos conflictivos... esto, esto es lo que me falla. Los rechazo pero no se dan por aludidos y vuelven una y otra vez. Así no hay quien se duerma.

La teoría me la sé.

Más verduras y legumbres, menos carne; más fruta, menos dulces; más alimentos frescos, menos procesados; comer mejor y más ordenadamente. Debería ser fácil, pero no lo es.

La teoría me la sé.

Siempre hay alguien que te la cuela o intenta colártela, ya sea vendedor, compañero de trabajo, empleado que te debe atender o desconocido con quien coincides casualmente. Hay que calmarse, no perder los papeles, reaccionar proporcionadamente y dejar que se diluya la rabia... O habría que.

La teoría me la sé.

Los problemas que tienen solución es mejor afrontarlos con la mente serena. Lo que no tiene arreglo conviene pensar que antes o después se asumirá. A lo que no depende de uno no hay que darle el poder de robarte la salud y la paz.

Es en la práctica en donde fallo. Y me paso la vida tratando de recuperar el equilibrio.



Con esta entrada participo en la convocatoria #relatosEquilibrio de @divagacionistas

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Borregos

Que los turistas, sobre todo si vamos en viajes organizados, venimos a ser como un rebaño no me lo discutiréis. Vamos como borregos allí donde se supone que hay algo digno de verse y, si es detrás de un guía, haciendo dócilmente lo que este nos indica.

Acabo de estar en Egipto en uno de esos recorridos típicos por una docena de lugares de interés durante una semana agotadora. No me quejaré del palizón y de la falta de información verdaderamente relevante (algunos guías se centran en las anécdotas y tratan a los viajeros como si fueran mentalmente menores de edad). Pero hay cosas...

Templo de Luxor. Arquitectura y escultura impresionantes. Duele el cuello de tanto mirar hacia arriba por el gigantesco tamaño de las figuras. En un momento dado, el guía señala un pedestal con una escultura de un escarabajo. Y en lugar de explicarnos por qué los antiguos egipcios daban tanta importancia a ese animal y a su papel en el juicio de los muertos, nos suelta: la tradición es pedir un deseo y dar tres vueltas alrededor para que se cumpla. Y hala, en un instante ya hay docenas de personas rodeando el pedestal en procesión mientras yo, atónita, me pregunto si de verdad creerá alguien semejante memez.

Templo de Philae. Trasladado piedra a piedra de una isla que quedó inundada al construirse la presa de Aswan a otra isla cercana. Impresionante también. El guía indica que en tal estancia hay una especie de altar de piedra rojiza dedicado a la diosa Isis y que la tradición es ponerse la mano izquierda en el pecho y tocar la piedra con la mano derecha unos segundos mientras se formula un deseo. De inmediato, aglomeración de crédulos forcejeando para alcanzar el altar.

Ha habido más situaciones semejantes, pero no cabrían en este breve relato. Con todo, os podéis hacer una idea de lo sencillo que es inventarse tradiciones para camelar a turistas aborregados que, curiosamente, apenas hacen preguntas sobre historia.


lunes, 31 de octubre de 2022

En la maleta

Un viaje tan largo como la vida se empieza casi sin equipaje. Llevas solo el de tus genes... bueno, y el comodín de la familia.

Unos buenos genes son como una maleta sólida y con ruedas: te lo hacen todo más fácil. Si te ha tocado una buena salud, no tienes que meter cosas como hospitalizaciones, temporadas en cama o medicinas de las que depender. Si has sido agraciado con inteligencia, memoria y capacidad de comprensión, es como si la maleta tuviera bolsillos extra.

¿Qué necesitas meter? Dos cosas imprescindibles son Saber y Entender. Para tenerlas es necesario Aprender. Se puede viajar por la vida sin saber muchas cosas y sin entender más que unas pocas, pero el trayecto es infinitamente más provechoso y divertido cuanto más se sabe y se comprende.

Decidir y Hacer son otras prendas irrenunciables en nuestro equipaje. Esperar a que sucedan las cosas es mala idea porque no necesariamente ocurrirá lo que esperas. Llevar las riendas de tu vida es como elegir el destino al que vas y comprar el billete.

Asumir y Superar son siempre útiles. Asumir es algo versátil y multifuncional: sirve para las responsabilidades, los errores y las realidades que no podemos cambiar. Superar es necesario para no quedarte atrapado en la peor etapa del viaje.

Y no puede faltar Cambiar. Viajar, vivir, implican cambio y adaptación. Si tú no cambias, el viaje se te irá haciendo cada vez más difícil, más incómodo, más incomprensible.

Para terminar, siempre es recomendable llevar Compañía. Pero solo si es buena y quiere hacer el mismo viaje que tú.




Esta entrada participa en la convocatoria #relatosEquipaje de @divagacionistas.

lunes, 26 de septiembre de 2022

A day in the life

Uf, qué sueño. ¿Qué hora es? Joerrrr.

Caféeee, qué rico. ¿No había quedado algo de pan de ayer?

¿Estará bien? Ni una llamada, ni un mensaje, qué mierda.

Hala, mogollón de whatsaps del trabajo, a ver qué problema hay hoy.

Este melón no es gran cosa, la verdad. A ver si luego compro fruta. Y pan.

¿Me he tomado la pastilla?

Ya están los tertulianos en la radio, hala, fuera.

¿La revisión del gas era mañana o pasado?

Bueno, ducha rapidita, que voy tarde.

Ay, qué dolor en el codo, ¿me he dado algún golpe?

Diez minutos para vestirme y llegar al gimnasio, que si no me pierdo la clase.

Ainssss, no puedo seguir el ritmo. Qué manera de sudar y de jadear. Tendré que darme otra duchita.

Jo, ya podría llamarme.

Mierda, se me va el bus.

Bien, he fichado a la hora. A ver cómo se da la jornada.

Pero ¿qué? Si solo estamos tres hoy, ¿cómo vamos a hacer tanta cosa? Ufff, pasito a pasito, vamos allá.

¿Dónde había visto yo ayer este dato?

No sé si llamarle yo. No, porque no me lo va a coger. Y de los mensajes pasa. Vaya mierda.

¿Diga? No, lo siento, no me interesa cambiarme de compañía.

Me meo, por dios, que se espere el teléfono que no aguanto más.

Hola, tengo una llamada tuya perdida, dime. Sí, estoy en ello. Sí, estará a tiempo, tranquilo. Sí, te aviso. Venga, hasta luego.

Hola, tengo una llamada tuya perdida, dime. Sí, está Ana con ello. Sí, ya está acabando, tranquila, ahora te llama ella. Ciao.

Hola, te lo estoy enviando ahora. Échale un ojo.

¿Me he dejado el cargador en casa? Pues sí…

Joer, llaman todos a la vez. Hola, espera un segundo. Hola, te llamo en seguida, que estoy con otra llamada. Hola, tengo a Marta por otra línea, te llamo en un rato y te cuento.

¿Qué paquete? No, no hay nadie en casa, habían dicho que lo traían mañana. Pues lo siento pero la fecha de entrega era mañana.

Ay, el codo.

Ana, porfa, llama a Eva. Dile que ya está lo suyo.

No me va a dar tiempo de quedar con Carmen. Luego la llamo.

A casita ya, por fin. Ay, comprar fruta y pan.

Pues si no me quiere llamar, que no me llame.

Qué cabrón, ha dejado el paquete en la puerta.



Este relato participa en la convocatoria #relatosDispersión de @divagacionistas

jueves, 15 de septiembre de 2022

De padres y héroes

Siempre he pensado que crecí en una familia feliz. Por supuesto, entre mis recuerdos hay malos momentos, pero el conjunto de mi infancia y adolescencia rebosan alegría, amor, paz y satisfacción.

He tardado en descubrir el esfuerzo que les supuso a mis padres proporcionarnos todo eso y no dejarnos notar cuánto les costaba. Ahora veo con otros ojos los enfados de mi padre, entiendo retazos de conversaciones que sorprendía y me explico ciertas tensiones. Nunca quisieron que notáramos carencias ni echáramos nada importante en falta. Lograrlo fue una heroicidad suya que estoy descubriendo ahora.

Mi padre falleció hace once años; mi madre, hace tres. A lo largo de muchos meses fui vaciando su piso. De la infinidad de papeles que había en él, conservé los que en una primera valoración me parecieron interesantes. Ahora los estoy mirando con más detenimiento y clasificando para guardarlos y para compartir su contenido con mis hermanos.

Ayer me centré en todos los documentos relacionados con lo que fue el hogar familiar. El contrato de arrendamiento me ha revelado un alquiler que se llevaba una parte considerable del sueldo de mi padre. Un inciso: ese sueldo fue el único dinero que entró en casa durante muchos años; ahora me parece milagroso haber podido vivir toda la familia solo de él.

Al cabo de siete años y pico de vivir alquilados, al parecer llegaron a un acuerdo con los dueños para comprar el piso, un acuerdo que tardó luego más de una década en plasmarse en un contrato de compraventa (no he encontrado un documento anterior a ese). A la firma de ese contrato mis padres habían pagado más del 80% del dineral que costaba, para lo cual suscribieron una hipoteca con un banco. Una vez cancelada, pidieron otra a la mutua de previsión social de la empresa donde trabajaba mi padre para abonar el resto. En total tardaron unos 21 años en pagar por completo el piso.

Mientras tanto, habíamos nacido los cinco hijos. Todos necesitábamos camas y otros muebles, ropa, comida, colegio, libros... No imagino los malabarismos que hicieron mis padres para sacarnos adelante. Hasta ahora pensaba en los gastos corrientes nada más, no en el enorme añadido de las hipotecas. Sí sé que recurrieron a anticipos, pequeñas ayudas y préstamos de algunas personas cercanas y al Monte de Piedad (una casa de empeños oficial, para quien no lo sepa).

Ropa y libros de texto pasaban de los mayores a los menores. Los muebles y electrodomésticos alargaban su vida útil hasta lo inverosímil. Las librerías estaban llenas de libros leídos mil veces y los juguetes, todos compartidos, daban de sí más de lo imaginable. Las vacaciones eran breves y donde y cuando se podía. Comer fuera o ir al Parque de Atracciones eran algo extraordinario reservado para las celebraciones. Invitar a gente a casa era más extraordinario aún. Con todo, siempre comimos bien, fuimos bien vestidos y calzados y tuvimos regalos de cumpleaños y de Reyes. Nunca nos faltó nada importante.

Mis hermanos y yo no compartíamos las preocupaciones de nuestros padres de ninguna manera. Y eso fue así porque casi nunca hablaban de dinero más que entre ellos. Tuvimos que llegar a la adolescencia para empezar a conocer la realidad en líneas generales, nunca al detalle.

Les agradezco a mis padres ese esfuerzo ímprobo. Sin embargo, eso me impidió valorar toda la amplitud de su cariño y su compromiso. Me sentí querida y me habría sentido aún más querida de haber sabido todo lo que hicieron por mí y mis hermanos. Les habría disculpado muchas cosas, les habría dado las gracias más a menudo y les habría mostrado mucho más el amor que les tenía.

sábado, 10 de septiembre de 2022

Comparaciones



Nuestra fortuna, quizá también nuestra condena, es basar la percepción en la comparación. Un sabor nos gusta más que otro, preferimos un tipo de música a otro, nos agrada más el calor o el frío. Nunca nos sentimos mejor que cuando desaparece un dolor o una preocupación. Agradecemos el silencio cuando el ruido nos agobia y añoramos el bullicio cuando la calma se vuelve vacío. La distancia física y temporal nos hacen desear la proximidad, y viceversa. En la edad adulta sabemos cómo fue nuestra niñez y entresacamos los momentos o experiencias que gustosamente cambiaríamos por los actuales... o que borraríamos del pasado sin dudarlo.

Por comparación, tenemos días buenos y días malos, épocas de paz y prosperidad y malas rachas. Hay personas que nos hacen felices y otras que nos causan sufrimiento. Unos dolores los sabemos temporales y otros nos acompañarán para siempre.

Ese para siempre es la piedra de toque de la comparación. Para saber el valor exacto de algo no hay nada como perderlo sin esperanza de recuperarlo. Los seres queridos que fallecen, los años de juventud cuando se ha entrado en la madurez, el cariño de una persona que dejó de amarnos o el buen funcionamiento de nuestro cuerpo o alguna de sus partes.

Tal vez sea recomendable imaginar cómo sería nuestra vida sin algo que forma parte de ella actualmente. Seguro que lo apreciaríamos más y nos esforzaríamos por no perderlo.

lunes, 28 de marzo de 2022

El conocimiento

Estudié (era obligatorio entonces) la religión católica en el colegio, no como una mitología, no analizando su origen y evolución, sus falacias y anacronismos, sino como una verdad revelada e indiscutible en su interpretación por las autoridades eclesiásticas. Con los años la inteligencia madura, se adquieren nuevos conocimientos y experiencias y se forma un criterio propio. Y, claro, entonces se entiende cómo surgieron las religiones en general, su utilidad como respuesta en épocas de desconocimiento, su valor como fuente de poder y de coacción.

Una de las cosas que más me llaman la atención del cristianismo es la metáfora de "comer la fruta prohibida" del "árbol del conocimiento". Viene a decir que los humanos podíamos ser felices (vivir en un paraíso) siempre que aceptáramos las órdenes de la divinidad sin cuestionarlas y, sobre todo, siempre que no quisiéramos saber. Pero, claro, la curiosidad (el diablo, la llaman en el relato bíblico) es lo que ha hecho de nosotros lo que somos, la que nos ha permitido avanzar. ¿Cómo podría esperar un ser superior que, según se dice, ha creado al ser humano y lo ha dotado de un cerebro tan potente y versátil, que el humano renunciara a utilizarlo?

El deseo de saber tiene sus riesgos: puede que lo que averigües no sea coherente con lo que te habían dicho; puede que no te guste o incluso que te perjudique. Lo que está claro es que el deseo de saber es incompatible con la aceptación acrítica de los dogmas divinos. De ahí que buscar el conocimiento implique ser expulsado del paraíso de la ignorancia. Pero la ignorancia no es un paraíso, más bien una prisión.

Y no dejéis de notar que la mitología cristiana hace protagonista de esa rebelión contra la ignorancia a la mujer. Por eso la lleva despreciando desde entonces, la acusa de pecados y la culpa de desgracias.

Señores cristianos: agradezcan a Eva que no se conformara con vivir en la ignorancia. Creo que hay científicos creyentes en esa fe. Deberían nombrar a Eva patrona de la ciencia.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosParaísos de @divagacionistas

Después del Edén

Los paraísos siempre están en el pasado. Son épocas, instantes, lugares, personas que nuestro recuerdo ha llegado a convertir en perfectos, en ideales. Todo por esa tendencia natural a embellecer nuestro relato mental de lo que seguramente ya era bello: a limar aristas, reparar grietas, avivar colores, disolver sombras y añadir luz.

Vivimos historias de amor, temporadas felices en el trabajo, días de especial calidez familiar, momentos de amistad acogedora... Cualquiera de ellos puede, con tiempo y remodelación mental, adquirir la perspectiva perfecta y convertirse en un paraíso que, aunque ya no volverá, nos acogió durante un tiempo feliz.

Lo perfecto no dura mucho; desde luego, no más que la añoranza. Si me pongo a pensar, siempre me falta algo o alguien. No en todos los casos soy consciente de cuándo lo perdí, pero sí lo soy de que lo tuve. Al recordar, me invade la sensación de que la vida no es justa. Sin embargo, rara vez me paro a reflexionar sobre si fue inevitable esa pérdida y si tuve en alguna medida responsabilidad en ella. Autorreprocharse no es una tendencia natural, está claro. Pero uno tiene que hacer las paces con sus errores, no negarlos.

Basar las expectativas en la comparación con el supuesto ideal vivido es desastroso. Hace falta decapar esos recuerdos, lijarles la irrealidad, buscar la esencia de esos paraísos, ser conscientes de lo que nos dejaron tras su paso. También plantearse si hay algo que se pueda recuperar, cuánto esfuerzo costaría y si merecería la pena.

Y, sobre todo, es esencial pulir, colorear e iluminar la vida en cada momento, detectando y apreciando los retazos de paraíso escondidos en cualquier rincón, sin permitir que la prisa, la desgana o el perfeccionismo nos vuelvan miopes.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosParaísos de @divagacionistas

lunes, 28 de febrero de 2022

En las venas

Recuerdo la primera vez que, de niños, nos llevaron a mis hermanos y a mí a hacernos nuestro primer análisis de sangre. Nos quejábamos de que no nos habían dejado desayunar. El ritual me pareció tan siniestro que les tuve miedo a los análisis hasta que a partir de mi adolescencia se convirtieron en algo trivial de tan rutinario. Pero aquel primer día me sirvió para descubrir una tienda maravillosa de material para fiestas infantiles, Vicente Rico se llamaba; era el sueño de todo niño.

Con el tiempo aprendí eso de los "valores normales", el rango de niveles entre los cuales no había que preocuparse. Y fui descubriendo todo lo que dicen de nosotros unos mililitros de sangre.

Heredé el grupo sanguíneo de mi padre. Pero ahora me apetece más hablar de lo que aprendí de mi familia. Expresiones normales en el hogar donde me crie.

Si a alguien le hervía la sangre era que estaba muy, muy enfadado. En cambio, el miedo te helaba la sangre en las venas. Y si no tenías eso, sangre en las venas, era porque te sobraba pachorra o te faltaba valor. Siempre era mejor no hacerse mala sangre por cosas que en el fondo no tenían tanta importancia. Aprendimos a no hacer sangre, o sea, a no hurgar en la herida; a no discutir con personas a quienes la sangre se les subía fácilmente a la cabeza, y a tener sangre fría cuando las cosas se ponían serias. Unos llevaban en la sangre la habilidad manual, otros la gracia en el hablar o en el bailar y otros el arte para dibujar; en la mía parecía correr la facilidad para los idiomas.

El peor recuerdo que me trae la palabra sangre es el de la hemorragia cerebral que me arrebató a mi madre. Y el mejor, el de alguien que me dijo que la familia no era solo la que compartía tu misma sangre.

Vivimos un momento difícil, se está derramando sangre no muy lejos de mi país por decisión de personas que piensan más en su poder que en el dolor ajeno. Ojalá termine pronto.



Esta entrada participa en los #relatosSangre de @divagacionistas.

lunes, 31 de enero de 2022

La mecedora



Me gusta la rutina pero solo hasta cierto punto, como base, como paisaje de fondo. A partir de ahí, quiero variaciones, que el primer plano ofrezca novedades a menudo; que entre lo estable y lo cambiante haya una relación, pongamos, de 50-50.

Por eso en mis paseos voy cambiando de recorrido y además improviso alteraciones sobre la marcha. Cuando salgo a andar voy con una idea general: norte, sur, este u oeste, y a partir de ahí... ya veré.

Salí el domingo rumbo norte. Pronto giré al este y al rato, de nuevo hacia el norte. Me encontré en una calle amplia por la que no recordaba haber caminado nunca, el Paseo de los Cerezos. Creo que entre los cientos de árboles que albergaba no había ni un solo cerezo.

En la acera derecha, altos edificios de oficinas y bloques de viviendas. En la izquierda, chalecitos y pequeñas construcciones de dos pisos con entrada independiente para cada uno. Y de pronto...

Los ojos se me quedaron clavados en una mecedora que permanecía inmóvil al sol en un balcón bajo. Nunca he visto en casa una igual pero la sensación de familiaridad era indudable. Le hice una foto y, al volver a casa, corrí a mirar en los álbumes familiares. Pero no encontré nada parecido.

Fue mi madre quien, rebuscando en su memoria, recordó una mecedora así.

- "Tuvimos una, yo me sentaba en ella a acunar a tus hermanos mayores y también a leer. Se rompió poco antes de nacer tú. La tiramos".

- "¿Me has hablado de ella?", le pregunté.

- "Seguramente, pero dudo de haberla descrito con tanto detalle como para que hayas podido reconocerla."

Yo recordaba la imagen, no la descripción. ¡Estaba segura de haberla visto!

Al preguntar a mi padre, fue a buscar un cuaderno de dibujo y me enseñó un bosquejo a lápiz en el que era fácil identificar a mi madre con un bebé en brazos sentada en una mecedora, en LA mecedora.

- "Llevo sin sacar este cuaderno desde antes de que fueras al colegio. ¿Cómo puedes acordarte de este dibujo?"

Y entonces caí.

- "Porque me dijiste que yo entonces solo era un angelito. Y lo dibujaste flotando en el techo."

Y allí, en la esquina superior izquierda, apenas visible... estaba yo.



Esta entrada participa en los #relatosDejavu de @divagacionistas

domingo, 16 de enero de 2022

Socializar

Es una de las palabras de moda. Antes hablábamos de quedar, de llamarse, de charlar, de relacionarse. Ahora todo eso es socializar.

Y es lo que muchos estamos haciendo menos con motivo de la pandemia. Hay personas a las que no dejo de ver y llamar pero con bastantes estoy perdiendo el contacto. Es una sensación rara, como de aislamiento inevitable y, en mi caso, como de vuelta a la infancia.

Quizá les costará creerme a quienes me han conocido de adulta, trabajando ya como periodista, pero de niña y de adolescente fui muy tímida. No tenía muy claro cuánto hasta que hace unos años coincidí con un antiguo compañero de colegio. Dijimos de quedar para charlar (y nunca lo hemos hecho) y me comentó que en aquellos tiempos escolares deberíamos haber hablado más.

¿Tenía razón, deberíamos haber hablado más? En realidad, yo debería haber hablado más con todo el mundo, especialmente con las personas cuya conversación habría sido más interesante o podría haberme abierto más. Pero no lo hacía. Echo la vista atrás y no recuerdo muchas compañeras con quienes charlase, quizá media docena; y menos aún compañeros. Me costaba confiar, abrirme, perder el miedo... todo lo que la timidez hace difícil.

¿Debería haber hablado más? De cosas de niños, de cosas de adolescentes. De temas triviales que se antojan importantísimos y de cuestiones cuya importancia se empieza a intuir entonces. ¿Debería haberme relacionado más con personas con las que años después, cuando he vuelto a verlas, he tenido conversaciones largas y animadas? Coincides en la presentación de un libro, comprando algo en una tienda, o alguien te encuentra por redes sociales o profesionales, y te viene a la memoria la época de clase... solo que yo ya no soy la que estuvo allí. Aquella nunca habría hablado y escuchado tan relajadamente.

¿Me perdí algo importante por ser tímida? Probablemente no. El cerebro va a su ritmo, madura con los estímulos y con las necesidades. En los últimos años he cambiado bastante de puesto de trabajo y eso ha implicado tratar con mucha gente distinta. Por eso y por otras circunstancias y actividades he descubierto que me gusta la gente. No toda, claro. Quiero decir que en general me resulta fácil ver algo agradable o interesante en las personas. Y ahora disfruto socializando.

¿Qué nos habríamos dicho entonces si hubiéramos hablado, antiguo compañero? No mucho, seguramente. Creo que merecerían más la pena las conversaciones de los adultos que somos ahora. O, al menos, yo sería más capaz de apreciarlas. Soy más sociable.