lunes, 23 de diciembre de 2019

Entrando en órbita



2 de marzo de 2004. Empiezo un viaje muy, muy largo, y este será mi diario privado. Voy a dar algunas vueltas por entornos familiares y luego me aventuraré en otros más remotos. Dormiré una parte del camino para ahorrar energía.

Primer año de expedición. Vuelvo a acercarme a casa pero solo para coger impulso. Aunque me apena alejarme, sé que todavía volveré por aquí un par de veces.

Dos años más. Ahora el tirón gravitatorio me lo da el vecino rojo. No soy el primero que se aproxima a él, ni el segundo, ni el... vamos, que es un vecindario muy concurrido.

Otros nueve meses y vuelvo a rondar mi punto de partida. Me apena pasar de largo pero me alegra comprobar que sigue ahí.

Han pasado diez meses y en el plan de viaje está sobrevolar un pequeño mundo, el asteroide Steins. Me pillaba de paso y así puedo hacer pruebas y enviar imágenes para comprobar que todo funciona bien. Somos dos viajeros solitarios que se cruzan en el espacio. Paso de largo. Mi misión me llevará mucho más lejos.

Catorce meses más y llega el momento de decir adiós definitivamente a la Tierra. Un último acercamiento para tomar impulso y... ay.

Al cabo de ocho meses, otro encuentro fugaz, otro asteroide, Lutetia. Tan frío y solitario como Steins. Será lo último que vea tan de cerca hasta llegar a mi destino.

Ha pasado un año más. Ahora me desconectarán. Hibernaré dos años y medio. Cuando despierte, ya casi estaré allí.

Después de este largo sueño, todo vuelve a funcionar. Espero impaciente el encuentro, dentro de siete meses, con mi perseguido cometa.

¡Por fin he entrado en órbita de 67P/Churyumov-Gerasimenko! Llevo recorridos 6.400 millones de kilómetros en estos diez años. Cuando vuelas tanto tiempo por el espacio, entrar en órbita es como llegar a una posada donde descansar. Pero no, es ahora cuando empieza mi trabajo. Ya descansaré cuando lo termine.

La misión ha ido bien. He cumplido las expectativas. Durante un tiempo he cedido el protagonismo a mi pequeña sonda Philae y ahora voy a reunirme con ella.

Atención, Centro Europeo de Operaciones Espaciales, inicio descenso sobre el cometa. Seguiré enviando información mientras pueda.

30 de septiembre de 2016, 11:19 GMT. La misión Rosetta ha finalizado según lo previsto.



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Este relato participa en la convocatoria #relatosEntrada de @divagacionistas.

lunes, 25 de noviembre de 2019

A su edad

"Eso es normal a su edad, no tiene que preocuparse."

Es la primera vez que un médico me trata de usted. El trato formal va unido otra novedad a la descripción de mi estado como "normal a su edad". Las dos cosas me preocupan, mucho.

¿Cuál es la edad de normalizar las patologías? Me lo he venido preguntando de vuelta a casa. Mis abuelos gozan de bastante buena salud y son ya muy mayores, al menos me lo parece a mí, a ellos seguro que no. Mis padres tienen enfermedades que no guardan relación con los años cumplidos. Hasta yo tengo alguna dolencia desde muy joven.

Pero achaques de la edad... que no, hombre, que no. Si ni siquiera necesito gafas. Si salgo a correr dos o tres veces por semana. Ni de coña puedo haberme convertido de repente en una persona con años suficientes para tener problemas de salud que sean generalizables a todo un grupo de edad. Me he cabreado, caray. Ha sido como si me llamara senil a la cara.

Bueno, me calmaré y pediré hora al dentista. Habrá que ir a que me saque esa maldita muela del juicio que está empujando para salir y no tiene hueco.





Esta entrada participa en la convocatoria #relatosEnfermedad de @Divagacionistas

lunes, 28 de octubre de 2019

Mediocres

Era un alumno de sobresalientes. A sus doce años se daba cuenta de que tenía una facilidad para entender las explicaciones de los profesores que no tenían sus compañeros. Gozaba de buena memoria y no le costaba demasiado esfuerzo recordar lo escuchado, leído o visto.

Si a esto se sumaba su desdén por las trastadas y su desinterés por las peleas, el resultado era uno de esos estudiantes que encantan a los maestros. Ni siquiera le molestaba que alguno le pusiera como ejemplo ante el resto de la clase. Sabía que no lo acosarían por ser el favorito de los profes ni le gritarían "¡empollón!". Porque además era guapo, las chicas se le acercaban, así que los chicos querían ser sus amigos.

Un día el profesor de lengua les encargó para la clase siguiente buscar un poema que les gustara. Al llegar, se puso a nombrarlos uno a uno para que, de pie ante la clase, fueran recitando cada cual el suyo. El primero, atenazado por la timidez, se limitó a leerlo. Los siguientes hicieron lo mismo. De pronto, uno salió sin papel y, con entusiasmo, representó, más que recitó, "La canción del pirata" de Espronceda. Hubo risitas que se convirtieron en carcajadas.

El profesor hizo salir al favorito, el que había iniciado las risas. Temeroso de ser también objeto de burla, leyó su poema en el tono más neutro y apagado posible. Los demás actuaron igual.

"No sabéis recitar poesía ninguno, salvo Jorge", sentenció el maestro. "Y no sabéis reconocer a un buen actor", añadió. "Reírse de los que no tienen miedo al público es algo lamentable. Sobre todo cuando es un público ignorante."

Era la primera vez que le llamaban ignorante. Y aprendió que tener la admiración de los demás no impedía que uno fuera un mediocre. Siempre se lo agradeció a aquel profesor.



Este relato participa en la convocatoria #relatosMaestros de @divagacionistas


lunes, 30 de septiembre de 2019

No insistas

No me lo pidas. Me da mucha pereza. La primera vez parecía que no me costaba trabajo pero terminó siendo un esfuerzo enorme, y total, para que acabara en la basura sin previo aviso, sin que me enterase. Quizá yo lo valoraba demasiado y en realidad no valía nada, no lo sé.

Me dio más pereza la segunda vez, después de tanto tiempo. Me lo pensé, le di vueltas y no le veía sentido. Tenía malos recuerdos de la ocasión anterior, me faltaba confianza y me sobraba miedo. Y, sobre todo, se me hacía muy cuesta arriba. Empezar otra vez... uf. El tiempo me dio la razón. Salió peor que la primera vez, en parte por falta de convencimiento y en parte porque pensar que el pasado no va a repetirse es demasiada ingenuidad.

Me lo seguiste pidiendo y ya te dije que no. Qué pereza. Cada vez me supone más esfuerzo y cada vez confío menos en el resultado. He hecho una simulación y ha vuelto a derrumbarse. Y aunque no era real, me ha dolido tanto como si lo fuera.

No insistas. No vuelvas a pedirme que te quiera. Me da una pereza horrible tanto esfuerzo no correspondido, despreciado, destinado a la basura. Además, sospecho que me lo pides solo para reírte, una broma pesada sin ninguna gracia.



Este relato participa en la convocatoria #relatosPereza de @divagacionistas

Vida de gato

Huele a café. No es un olor que me guste mucho y además coincide siempre con que empieza el ajetreo por aquí. Qué pereza me entra a estas horas.

No tengo mucha hambre, hace un par de horas he estado comiendo restos en la cocina después de terminar mi ronda nocturna. La oigo a ella trastear antes de meterse en la ducha. Es de costumbres fijas: pis, desayuno, ducha, darme un beso, levantar las persianas, asomarse al balcón, elegir la ropa, vestirse, dejarme algo de comer, darme otro beso y marcharse a trabajar.

La cama está templadita todavía. Voy a esperar un rato a que entre el sol por la ventana y caliente la butaca. Entonces comeré otro poco y me acurrucaré allí. No es que se vea gran cosa por esa ventana, la verdad. El balcón es más interesante, pero allí no da el sol hasta media tarde.

Estamos teniendo una mañana tranquila. El cartero ha llamado desde el portal y alguien le ha abierto. A la vecina de arriba no le toca hoy pasar la aspiradora, está con el ordenador y ha puesto música bajito. Voy a lavarme otro rato.

Vaya, tenemos obras en la calle, un torturador se ha puesto a manejar un martillo hidráulico. Voy a tener que esconderme en el armario, si es que está abierto. Meter la cabeza entre la ropa es lo único que me alivia la pesadilla del ruido.

¡Bien! Hoy es ese día de la semana en que ella regresa antes de que me haya vuelto a entrar hambre. Tardará un rato en encontrarme en el armario. A ver si viene con ganas de rascarme el cuello. Es lo que más me gusta. Y si a la vez va haciendo esas cosas que hace con la voz, no podré parar de ronronear.


Este relato participa en la convocatoria #relatosPereza de @divagacionistas

lunes, 29 de julio de 2019

Casi

Es una persona tan brillante que no sé cómo no me había dado cuenta antes, cuando lo conocí aquellos meses que trabajamos juntos. Quizá porque tampoco lo conocí bien. El concepto trabajar con alguien tiene muchos grados de proximidad, muchos niveles de interrelación, un amplio abanico de intensidades y todo un catálogo de posibles interferencias.

Hemos vuelto
a coincidir desde hace un año. La distancia física era menor y el grado de colaboración, mayor. Aun así, casi me lo vuelvo a perder. Era como si lo viera borroso, levemente aislado por su especial función en el equipo y por otros miembros de éste. Parecíamos dos piezas de una máquina que apenas entran en contacto salvo indirectamente, siempre con una tercera de por medio. Me pregunto hasta qué punto las personas que tienen amigos absorbentes alrededor notan cómo ese hecho retrae a otros de aproximarse más.

Ahora los compañeros han ido cogiéndose vacaciones y quienes nos quedábamos, nos concentrábamos en el espacio cada vez más vacío, evitando dejar huecos. Hace dos semanas nos separaban dos mesas. La pasada, solo una. Esta semana estábamos uno al lado del otro. Hemos hablado y nos hemos consultado mucho más. He sido consciente de la infinidad de cosas que hace. Sabía de la importancia de su trabajo; ahora sé de la importancia de su personalidad en el equilibrio del equipo.

Hemos tomado más cafés juntos y hemos comentado más anécdotas de esas que sin saberlo definen tu vida, la película que te ha gustado, el libro que estás deseando leer... Diría que intelectual e ideológicamente estamos bastante cerca.

Ha sido como conectar por fin... aunque para desconectar justo a continuación. Deja el trabajo, deja la ciudad, deja el país. Tomamos caminos distintos. Probablemente seguiremos sabiendo el uno del otro por personas interpuestas. El abrazo de despedida fue como volver a subirme al barco después de haber visto solo el puerto y los alrededores en una escala, pero alegrándome de haber pisado la ciudad.

Ya he conocido a otras personas brillantes y no creí que fuera a tardar tanto en reconocer a una. Casi me la pierdo. Pero no.




Con este relato participo en los #relatosDesconectar de @divagacionistas

lunes, 24 de junio de 2019

Amanece

Amanece. Suspiro con alivio. El insomnio hace que sienta las noches como ese banquete al que acudes con hambre pero al primer plato te sientes llena y ya solo quieres levantarte de la mesa.

Es tan temprano que pongo la radio bajito aunque no hay en casa nadie a quien despertar. Tengo uno de esos transistores de toda la vida porque en esto aún prefiero lo analógico a lo digital. Lo llevo conmigo al cuarto de baño; a las habitaciones, por las que voy levantando las persianas y abriendo las ventanas; a la cocina, donde me muero por tomarme un café...

Hoy empieza mi fin de semana, así que dentro de la rutina café elijo la subrutina capuchino, sustituyo la galleta por unos picatostes y añado un puñado de cerezas. Y como todavía tengo el cerebro en modo alerta después de tantas horas de trabajo, coloco en la mesa junto al desayuno el periódico de ayer y alterno bocados y tragos con los números del sudoku.

Desde unos días antes hasta unos días después del solsticio de verano, en Madrid pasan 15 horas y 3 minutos desde la salida hasta la puesta del sol. En principio, quedan 14 horas y media de luz por delante.

Pero hoy habrá muchas más para mí, porque esta noche vuelves a casa.



Escrito para los #relatosSolsticioverano de @divagacionistas

lunes, 27 de mayo de 2019

Desde el principio

"No puedes guardarle tanto rencor a la vida", le dice un amigo a otro, los dos sentados cerca de mí en el café de sillones mullidos en el que hago tiempo mientras mi pareja sale de trabajar.

"No me merezco todo lo que me ha pasado, ¿o crees que me lo merezco?", replica el otro.

La difícil atribución de responsabilidades: a uno mismo, a otras personas, a la mala suerte... nadie es lo bastante objetivo en lo que le atañe como para distinguir cuándo le putearon y cuándo la cagó, me digo a mí mismo. Me he pedido un café irlandés, quizá por eso estoy filosófico.

"Echa la vista atrás y trata de pensar en aquellas veces en que has elegido entre dos o más opciones; y en cada una imagina qué habría ocurrido si hubieras hecho una elección distinta", le propone el amigo.

Me parece una buena estrategia, solo que con la perspectiva no tiene tanto mérito identificar los errores cometidos. O quizá sí, porque el paso del tiempo nos hace más tolerantes con nosotros mismos: estaba enamorado, tenía miedo, se me hundía el mundo...

"No habría aceptado este trabajo: me ha separado de mi gente, me ha hecho sentir que no valgo lo suficiente y está a punto de dejarme en la calle", es la primera respuesta.

Silencio del otro, no sé si valorativo o solo paciente.

"Pero, claro, lo acepté porque decidí mudarme a esta ciudad. Mi novia vivía aquí y no soportaba estar lejos de ella. Ya ves, luego ella se enamora de otro y me deja tirado".

Silencio y gesto a la vez comprensivo y compasivo.

"Bueno, yo dejé a mi pareja por ella. Mala elección. No me imaginaba que fuera tan egoísta y tan...", se calla, pensativo. Al poco, continúa: "Yo estaba pasando una crisis profesional. Discutía mucho con mi jefe, me aburría el trabajo, por eso me pareció buena idea irme, cambiar de aires. Quizá si hubiera tenido más paciencia o si hubiera sido menos impulsivo..."

Gesto claramente escéptico.

"Ya, cada uno es como es. Me imagino que no debí elegir esta profesión. Necesito algo más activo, más de moverme, de conocer gente. Pero, claro, había mucha presión familiar".

"O sea, que nunca tuviste elección, todo estaba gafado desde el principio", resume el amigo.

Ahora el que guarda silencio es el otro.



Este relato participa en la convocatoria #relatosElecciones de @divagacionistas.

lunes, 29 de abril de 2019

Tirabuzones


Después de morir mi abuela paterna, fui una tarde a la que había sido su casa a visitar a mi tía y su marido, que vivían allí. No era de las tías con las que tenía más relación porque durante muchos años había sido monja y nunca mantuvimos más que breves conversaciones (no por mi ateísmo, entonces embrionario, sino por falta de interés o de cosas en común).

A lo que fui a su casa es a recuperar fotos de la infancia de mi padre. Mi abuela las guardaba celosamente pero, al faltar ella, me pareció que mi tía no tendría inconveniente en desprenderse de algunas. En casa de mis padres había poquísimas fotos de cada uno de ellos antes de casarse. Recuerdo una de mi madre el día de su comunión, a los seis años, con el pelo hecho tirabuzones. Y una de mi padre, a los cuatro o cinco años, con sus dos hermanos mayores en un barco. No había fotos anteriores de ninguno de los dos.

Pero mi padre hablaba de unas que les habían hecho a él y a sus hermanos de bebés, fotos de estudio, un lujo en aquellos años de la segunda república. Me encantó verlas cuando mi tía sacó una caja de un armario. Un crío rollizo con un enorme tirabuzón en la frente. Me las llevé junto con otras que a mi padre le emocionó recuperar.

En mi familia somos todos de pelo más bien liso. Aquellos rizos de mis padres desaparecieron pronto. De mis hermanos, solo el que me sigue y la pequeña los tuvieron en sus primera infancia. A él se los cortaron antes de los dos años y no volvieron a aparecer. A ella se los dejaron crecer. Todavía la recuerdo cuando tenía sueño. Cerraba los ojos, llevaba una manita con los dedos extendidos junto a su oreja y los metía por los tirabuzones, estirándolos hasta que se soltaban. Repetía el gesto hasta que se dormía. Esos deditos enredados en anillos de pelo castaño claro eran la viva imagen de la tranquilidad.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosAnillos de @divagacionistas

lunes, 25 de marzo de 2019

Cuenta atrás

- Buenas noches, hasta mañana.

Querría haber seguido hablando, siempre quedan cosas que contar, que compartir, que preguntar. Querría haber seguido haciendo planes para cuando volvamos a vernos.

Porque vamos a vernos dentro de unos días. Casi no me lo creo. Estamos lejos, tenemos jornadas de trabajo poco compatibles, no nos sobra el dinero... No lo tenemos fácil para estar juntos. Pero parece que esta vez, como tú dices, se han alineado los planetas.

Cuento los días, las horas, los minutos. El reloj de la estantería tiene una cuenta atrás que originalmente era para esperar la llegada del uno de enero del año 2000. Ahora marca cinco días, catorce horas, seis minutos y diez, nueve, ocho segundos…

Me dan ganas de ponerme en cuarentena como los astronautas antes de un vuelo, no vaya a ser que me ponga enferma y no pueda ir a ninguna parte. Tengo el billete de avión, espero que no convoquen una huelga los pilotos ni los controladores ni nadie.

Las tres últimas veces que hemos planificado un encuentro, algo se ha torcido. La caída de mi padre, la avería de tu coche, la anulación de mis días libres por la enfermedad de mi compañero de trabajo. En resumen: tres meses sin vernos. Ya no me queda paciencia.
- Buenos días. Estoy impaciente por verte.

- Buenos días. Oye... tengo que decirte algo importante. Debería habértelo dicho antes. Me he enamorado de otra.

Cinco días, una hora, diecisiete minutos, veinte segundos, diecinueve, dieciocho… Detener cuenta atrás.



Este relato participa en la convocatoria #relatosPaciencia de Divagacionistas.

lunes, 25 de febrero de 2019

Un sólido recuerdo

Se besaron por primera vez en la playa del pueblo donde veraneaban los dos. Tenían trece años y el futuro era una incertidumbre mayor que el océano frente a ellos, pero aquella tarde solo les importaba el presente. Junto a las piernas de él ella vio una piedra redondeada y pulida por las olas, blanca con una veta gris, lo bastante pequeña como para caber en el puño cerrado y lo bastante grande como para escribir en ella los nombres de los dos. Días después, cuando se despidieron con la voz llena de lágrimas, se la dio mientras prometía volver el verano siguiente.

Eran tiempos de distancias casi insalvables, sin móvil, sin whatsap, sin correo electrónico. Sin embargo, los amores sobrevivían a las ausencias. Un año después se reencontraron y la piedra cambió de manos. En los meses siguientes fue ella quien guardó el recuerdo sólido en su mesilla de noche, sintiéndole a su lado cada vez que leía ese "Jorge e Inés, Chiclana 1982".

Llegó el verano de los quince años. La piedra volvió a cambiar de dueño por última vez. La vida era demasiado mutable para guardar ausencias y ese otoño él se enamoró de una compañera de instituto. Al siguiente agosto sus padres le dejaron quedarse en Madrid, donde ella estudiaba para la recuperación de septiembre.

Años más tarde, cuando se mudaba a su nuevo piso días antes de casarse con una colega del trabajo, vio la piedra en el fondo de un cajón. No sabía si llevársela, dejarla en casa de sus padres, enviársela a ella por correo o tirarla. Finalmente le pudo el sentimentalismo: la metió en una cajita y la puso en una estantería, detrás de los álbumes de fotos, donde sabía que la volvería a olvidar.

La vida siguió su curso. Un día se cruzaron los dos, Jorge e Inés, en el estreno de una obra de teatro. El trabajo de ella la había llevado a instalarse en Madrid. Intercambiaron teléfonos.

Nunca se llamaron pero él sacó una foto de la piedra y se la mandó por whatsap. Ella le respondió con otra de una piedra casi idéntica, con las mismas palabras escritas, y una frase: "Fue demasiado bonito como para fiarlo solo a mi memoria."


Este relato participa en la convocatoria #relatosPiedras de @divagacionistas

lunes, 28 de enero de 2019

Datos

"Los números son fríos, hay que ponerles rostro humano" es una frase que miles de periodistas les han dicho a otros miles a los que aconsejaban o corregían. Las cifras son los datos menos apasionados y por eso les gustan a los economistas y a los matemáticos, a los ingenieros y a los físicos, pero no tanto a los periodistas.

No preguntes a un telespectador cuántas personas se han ahogado intentando cruzar el Mediterráneo. Pregúntales si saben quién era el pequeño Aylán. La foto, el vídeo de su cuerpo en una playa no dan una idea de la magnitud de la tragedia pero la personifican.

Pocos recuerdan cuántos escaños sacó en las últimas elecciones un partido minoritario mientras no sean necesarios para completar una mayoría que saque adelante una ley que les interesa. Si hay que negociar el apoyo del único diputado del partido X, ese diputado ya no es un número sino un puñado de concesiones y un proyecto legislativo aprobado.

"¿Cuánto ganas?" es una pregunta que no busca tanto la cifra exacta como situar al interlocutor en un nivel concreto de estatus o quizá de idoneidad para una relación de pareja.

"Te he llamado diez veces y no me has cogido el teléfono" es mucho más que un cómputo. Puede ser el fin de una amistad.




Este relato participa en la convocatoria #relatosFrío de @divagacionistas