lunes, 23 de enero de 2017

Atrás

Faltaba un minuto para la medianoche.

Había sido un mal día. Le hubiera gustado poder borrarlo de la existencia o, al menos, de su memoria. Borrar unas palabras que no tendrían que haberse dicho debería ser tan fácil como darle a la tecla de retroceso en el ordenador. Y borrar la sensación de equivocarse constantemente, ya de paso.

Había sido una mala semana. Ojalá fuera posible destejer el tiempo como Penélope el sudario y encontrarse de nuevo ahí atrás, justo antes de haber hecho algo irreparable. Una especie de correa de seguridad para no precipitarse al vacío cuando se da un mal paso.

No había sido un buen año. Qué lástima que no existieran los viajes en el tiempo. Intentaría recordar cuándo cometió el primer gran error. Porque no, no se suele aprender de los errores a no cometer de nuevo otros iguales. Somos capaces de dejar de ver, a fuerza de costumbre, hasta las cicatrices de los fallos monumentales.

No estaba siendo una buena vida. Pero no podía ir por su pasado borrando cada mala elección, evitando cada arrepentimiento, recuperando cada oportunidad perdida. Y no quería ejercer de censor de su propia estupidez. Solo dejar de derrocharla con tanta generosidad.

Dieron las doce.


Con este relato participo en la convocatoria #relatosTiempo de Divagacionistas

lunes, 9 de enero de 2017

Doubles

Aprendí de mis hermanos a quitar las chapas de las botellas despacito, levantando un poquito de un lado, luego de otro, de forma que la parte plana no se doblara y la circunferencia dentada no se deformara. Aprendí a dejar caer gotitas de cera de las velas de cumpleaños en el fondo para darles más peso. A recortar fotos de los cromos de ciclistas. A hacer circuitos pasando las dos manos estiradas por la tierra, dedos frente a dedos, dejando un montoncito a cada lado como barrera. A hacer un gua y jugar a las canicas también me enseñaron; puntería tenía la justita.

Sabía dibujar y recortar figuras de soldados de época en cartón duro, dejando una base para formar tres pestañas con las que se mantuvieran en pie; y lanzar bolas de acero que no sé de dónde salieron para hacer caer los del enemigo al otro lado del pasillo; y dibujar medallas a los heridos, a los que no caían pese a los bolazos.

Con una tiza pintaba en la terraza de casa de mis padres el típico avión para saltar. Pero sin duda, lo más divertido de mi infancia fue otro tipo de saltos.

Como de pequeña solo tenía hermanos -mi hermana tardó más de diez años en llegar-, no supe lo que era jugar a la comba hasta que empecé a ir al colegio. Las chicas jugábamos a algunas cosas con los chicos -al escondite, a tú la llevas, al balón prisionero- pero a la comba ellos no querían. Era nuestra especialidad. Saltábamos de frente y de espaldas, entrábamos y salíamos al ritmo que marcaban las que daban, nos metíamos cinco o seis en la cuerda...

El momento mágico fue cuando aprendí a saltar dobles. Lo escribíamos en francés, doubles, y lo pronunciábamos "dubles", no sé por qué pues el mío era un colegio irlandés. Consistía en mantenerse en el aire el tiempo suficiente para que la cuerda diera dos vueltas. No se podía saltar demasiado alto porque la misma cuerda podía darte en la cabeza. El truco era doblar un poco más las rodillas para caer unas décimas de segundo más tarde. Era como quedarse suspendida en el aire, como un salto ralentizado. Llegué a ser una de las mejores, no solo saltando sino también dando. Dar tenía su secreto: hacías girar la cuerda rapidísimo dos veces y luego la frenabas ligeramente mientras la saltadora tocaba el suelo para volver a darse impulso.

Os prometo que si ahora mismo aparecieran dos de aquellas chicas con una comba y me retaran a llegar a cien doubles, lo haría aunque con ello terminara de machacarme las rodillas.

Con este relato participo en la convocatoria #relatosJuguetes de Divagacionistas