martes, 19 de diciembre de 2023

Asuntos pendientes

No necesito que una inteligencia artificial prediga mis probabilidades de morir en un futuro próximo. Ya dejé atrás la mitad de lo que, según las estadísticas, es mi esperanza de vida. Por eso hago lo que la mayoría hace en mi caso: intento no agobiarme pensando que no me quedan tantos días por vivir como los que ya he gastado; y a la vez trato de ir tachando líneas de mi lista de asuntos pendientes, tareas inacabadas y anhelos incumplidos.

Esto último es lo más difícil. Si no he logrado cumplirlos hasta ahora no será porque no lo haya intentado sino porque he fracasado. Enfrentarse al fracaso y analizar sus causas no es fácil ni siquiera en la edad madura. Se tiende más a responsabilizar a otros o a la mala suerte que a uno mismo. Pero hacerse trampas al solitario a estas alturas de la vida es una estupidez.

El balance no es malo en general, solo en algunos apartados concretos. Y como tendemos a dar por descontado lo que ya tenemos y quizá incluso a infravalorarlo, hay que repetirse con frecuencia: esto lo conseguí por mis méritos y he logrado mantenerlo, de modo que debo disfrutarlo con plena consciencia.

¿Y lo que nunca he alcanzado? Es cuestión de decidir si se tienen fuerzas y ganas para seguir persiguiéndolo, y de analizar objetivamente si es factible tener éxito. Si no se tienen y no es factible, mejor tacharlo de la lista definitivamente.

Pronto llegará el nuevo año, esa fecha mágica en que uno se hace la ilusión de que empieza algo y, como por ensalmo, tiene más opciones de hacerlo bien. Prepararé mi lista de propósitos, pero esta vez con más realismo.

lunes, 27 de noviembre de 2023

Memoria externa

Yo tenía memoria externa mucho antes de tener ordenador o pendrives: desde los 14 años escribo un diario en papel. Creo que por ahí me empezó a llegar el convencimiento de que mi profesión debía tener como elemento esencial el escribir.

Otra memoria externa han sido los álbumes de fotos. Las caras, las imágenes en general se nos vuelven borrosas o confusas con los años. Una foto no solo mantiene vivo el recuerdo del lugar o la persona sino el de las circunstancias que rodearon aquel instante.

He guardado también cartas y postales. Soy de una generación que ya viajaba antes de que existieran el correo electrónico o los mensajes al móvil. También soy de las idiotas que se han enamorado hasta el tuétano de alguien que vivía lejos, y no una vez sino varias. Si es vuestro caso y no habéis recibido nunca una carta de amor, dejad de videollamaros y escribid. Es mágico.

Guardo en el trastero cosas que olvido que existen hasta que entro allí a buscar algo. Abrir una caja y encontrar una medalla ganada en un concurso escolar, una manualidad hecha en clase o el primer puzle que terminé me permite recuperar sensaciones casi desaparecidas.

Hasta una colección de llaveros tengo allí guardada. Y de cada uno (y son más de trescientos) sabría decir ahora mismo cómo y dónde llegó a mis manos.

Luego están los olores. El de esa colonia que asocias a tal o cual persona te la trae de nuevo. Sin embargo, el de la propia persona, o el de aquel gatito que se echó mil siestas junto a tu cara, ya no volverás a olerlos. Eso no hay pendrive que lo conserve.


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Recuerdos navideños

Estando tan próximos a las fiestas navideñas, me vienen a la cabeza muchas imágenes imborrables de esos días en mi infancia.

Recuerdo ir con mi padre y los únicos dos hermanos que tenía entonces por una calle Mayor cubierta de nieve pisoteada. Recuerdo ir mirando hacia abajo para no resbalar y ver mis pies metidos en unas botas de agua blancas (creo que son las únicas que tuve en mi vida) que no me aislaban del frío. Luego, de pronto, la plaza Mayor apareciendo ante mí como un paraíso de luces, colores y voces alegres. Era como un parque de atracciones, con docenas de puestos de venta brillantes de espumillón y fragantes de musgo. Compramos algo de corcho, musgo y alguna figurita para el belén. Y lo tocamos todo.

Recuerdo una nochevieja en que vinieron a casa algunos de mis tíos y primos, algo muy poco habitual. Mi tía trajo las uvas en paquetitos individuales de papel de aluminio, y recuerdo haberme preguntado con preocupación si tendría que comérmelas así, sin quitarles las pepitas.

Recuerdo una noche de reyes en que nos dispusimos a ir a la cabalgata. Como mi madre siempre tuvo una incompatibilidad insalvable con la puntualidad, llegamos cuando ya había terminado de pasar, y recuerdo mi decepción al cruzarnos en la Gran Vía semivacía con la gente que regresaba a casa alegre, emocionada, risueña.

Y, sobre todo, recuerdo las mañanas de reyes. Mis padres siempre fueron partidarios de que nuestra primera impresión no consistiera en cajas cerradas y envueltas, no: nosotros entrábamos en el salón y era como vernos transportados a una juguetería-librería. Las muñecas, los juegos de construcciones, los patines de ruedas, los libros de cuentos, incluso un año un tren eléctrico... todo nos mostraba su cara multicolor. El año en que todos pedimos bicicletas fue la bomba, aunque también el fin de la ilusión de que existían aquellos seres mágicos, pues mis padres no tenían forma de esconder tres bicis y un caballito y nos los encontramos en casa poco después de año nuevo. Bueno, más días de vacaciones para disfrutarlos.

Recuerdo, ya por último, que el uno de enero en mi casa se escuchaba el concierto desde Viena y se veían los saltos de esquí. Es una tradición maravillosa que he seguido manteniendo.


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lunes, 30 de octubre de 2023

Configuración

Leí a alguien no hace mucho (en esa red de la que todos parecen huir) decir que desearía no sentir la necesidad de seguir la actualidad constantemente… ni sentirse culpable por desearlo.

Esa mezcla de adicción y obligación podría aplicárseme. Lo que surgió cono necesidad para desempeñar mi trabajo ha terminado siendo mi rutina vital, por esclavizante que me resulte.

No solo la actualidad me mantiene cautiva. Cada cosa que he visto, escuchado, aprendido desde el primer día de mi vida ha ido configurando mi forma de percibir la realidad.

Mi padre trabajó en televisión, cine y teatro, y me transmitió inconscientemente su visión profesional. Mi cerebro ve los saltos de eje, las faltas de raccord, los contrapicados... llama forillos a los forillos y voz en off a las voces en off. Como otros miembros de la familia que hemos hecho carrera en el mundo audiovisual, me es imposible no notar cuando un plano salta o un encuadre indica que algo importante sucede fuera de plano.

Me ocurre también con la gramática y la ortografía. Lo de la ortografía nos pasa, creo, a quienes hemos leído mucho desde pequeñitos, y me refiero a libros bien editados, bien corregidos. Lo de la gramática tiene su historia. En clase de lengua, hacia los 14 años aprendí el análisis sintáctico de las frases; me costó mucho, pero un día de repente lo vi claro y desde entonces soy incapaz de no verlo. Tanto que me dan puñetazos en ojos u oídos todas las incorrecciones.

Más condicionamientos: la primera vez que recurrí a alguien de fuera de mi familia en busca de ayuda me mandó a paseo. Tendría yo unos cuatro años. Un chico del cole me dijo que éramos novios, pero en cuanto fui a quejarme de que una niña me había pegado, debió de considerar que si el noviazgo implicaba obligaciones no merecía la pena. Tonta de mí por haber interpretado así las cosas. Desde entonces siempre he intentado ser autosuficiente.

Y otro para terminar: la primera vez que me enamoré, la persona con quien hacía planes de futuro me dejó tirada sin previo aviso ni explicaciones. Fallo mío también por esperar coherencia y compromiso de otro ser humano. Ya no lo hago.

En resumen: nuestro cerebro es muy plástico pero lo que se fija en él se fosiliza y va construyendo el molde en que terminamos confinados. No es una queja. Si no fuera así, no sabríamos quienes somos.


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lunes, 25 de septiembre de 2023

Inercia

Casi nunca ponía el despertador. Por lo general abría los ojos a la hora en que comenzaban los informativos matinales de las emisoras de radio. Le bastaba apretar el botón porque escuchaba siempre la misma. Cuesta una barbaridad acostumbrarse a un esquema nuevo, se decía. Lo cómodo era saber en qué momento daban la información meteorológica, el resumen de prensa o la situación del tráfico en su ciudad.

Remoloneaba en la cama un buen rato antes de lanzarse a por el café. Sacaba su taza, su cápsula, el cartón de leche, las galletas. Mientras la leche se calentaba en el microondas, la cafetera ya estaba lista y ella ya había sacado sus pastillas, la cucharilla, llenado el vaso de agua, siempre la misma rutina.

Llevaba años usando el mismo champú y el mismo gel de baño. Empezaba a lavarse pasando la esponja por el brazo izquierdo y terminaba en el talón del pie derecho. Se secaba también siguiendo un orden. Iba a trabajar por el mismo camino y bajaba a comer con la misma gente desde hacía una eternidad. Por las tardes, lunes y miércoles, gimnasio; martes y jueves, piscina. Viernes, compras, cine, cena o copas, según surgiera. Ese era el único resquicio de imprevisión en su vida.

Empezó una relación con un compañero de trabajo que consiguió integrar en su esquema vital sin apenas flexibilizar nada. Hacerle sitio en el armario, incorporar sus gustos a la compra del supermercado y organizar los turnos de la ducha fue sencillo. Él se apuntó a su gimnasio y ella cambió la piscina por las partidas de pádel con él.

La vida avanzaba cómodamente en medio de la monotonía. Un día le pilló una mentira, la excusa que le había dado para no ir al gimnasio y llegar tarde a cenar, aun sin ser rebuscada, le pareció poco creíble y no fue difícil comprobar que no era cierta. Sin embargo, la inercia la llevó a tragar con aquella primera infidelidad, ¿para qué armar un escándalo si seguía a gusto con él?

Tragó también cuando empezaron los comentarios desagradables. Y cuando llegaron los reproches por cosas que eran en realidad responsabilidad de él. Aguantó sus arranques de frustración cuando lo echaron del trabajo. Miró para otro lado cuando se escondía en el baño para responder mensajes en su teléfono.

La inercia que le hacía la vida más fácil se la hacía, a la vez, más fea.

Hasta aquella llamada del médico.

Fue el revulsivo. Pruebas, diagnóstico, miedo, tratamiento, sentirse enferma, sentirse sola, pensar qué había hecho con su vida, mejoría, esperanza, recuperación.

En seis meses todo había pasado. Y todo había cambiado. Nunca más aceptaría que un día fuera igual al anterior y al siguiente. Jamás volvería a tragar lo intragable. Rebelarse era un esfuerzo, pero la vida que se estanca o se pudre no es vida.

Sobrevivir a la inercia fue difícil. Pero fue el mayor logro de su vida.


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lunes, 29 de mayo de 2023

Fosforescente

No me da miedo la oscuridad, me da miedo no ver.

Desde niña, uno de mis grandes temores ha sido quedarme ciega. Me gusta la oscuridad para dormir, pero siempre tiene que haber un poquitín de luz, algo insignificante, como la que se cuela por una rendija de la persiana o debajo de la puerta. Soy consciente de ello desde el episodio que voy a narrar.

Tendría yo cinco años cuando mis padres nos llevaron a los tres hermanos que éramos entonces (a los otros dos les faltaba un tiempo para existir) a un hotel cercano a una playa gaditana. El hotel estaba formado por chalecitos de dos pisos. En el de abajo estaban el salón y la cocina (allí aprendí a disolver el colacao en un poquito de leche fría antes de llenar el vaso). Y en el de arriba, los dormitorios y el baño.

La primera noche caí rendida, supongo. Me desperté de madrugada y todo estaba completamente oscuro. Mis padres debían de haber bajado del todo las persianas para que no nos despertara el temprano amanecer veraniego. El caso es que abrí los ojos y no vi absolutamente nada. Y me entró el pánico. No recuerdo si grité o lloré o me levanté, pero al momento estaba allí a mi lado mi hermano mayor. Le dije que no veía nada, que estaba todo negro. Entonces él me enseñó la esfera de su reloj.

Era un reloj moderno para aquella época, con una correa de metal cuyo trenzado lo hacía elástico (recuerdo que te pellizcaba la piel y te pillaba los pelillos del brazo), y con una esfera blanca en la que las manecillas y los marcadores de las horas eran fosforescentes.

Y allí me quedé yo, mirando fijamente aquellos puntitos verdes, hipnotizada, hasta que me dormí. Fue la primera luz que me quitó el miedo, la primera que sentí que necesitaba, la primera que convirtió una oscuridad impenetrable en un lugar seguro.


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lunes, 24 de abril de 2023

Eso sí que sería magia

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que al inyectarte unos mililitros de líquido con una aguja finísima pudieran meterte, no un microchip para controlarte sino unos nanorrobots que permitieran a los médicos conocer de inmediato qué está fallando en tu cuerpo, ahorrándote así muchas pruebas, muchos meses de espera y mucho sufrimiento; y posibilitaran la curación inmediata.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que gobiernos de todo el mundo se pusieran de acuerdo, no para ocultar que en realidad nunca pisó la Luna ningún ser humano, sino para dedicar un inmenso esfuerzo conjunto a solucionar en una década los problemas de hambre, enfermedad, contaminación y calentamiento en todo el planeta.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que cuando los políticos hablan de diálogo se refirieran, no a lanzarse monólogos y despreciar cada uno los de los otros, sino a intercambiar ideas y opiniones con la mente abierta y sin prejuicios, cálculos electorales o presiones de grupos de interés.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que Musk, Bezos y cualquier millonario con capacidad de desarrollar tecnología aeroespacial llevara a un par de miles de kilómetros de altitud a todo aquel que lo necesitara para comprender que no existen fronteras, que el clima es global, que la Tierra es el único lugar donde las especies vivientes que conocemos pueden sobrevivir y que nos la estamos cargando.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que todo el mundo detectara una mentira, un vídeo o foto manipulados, una falsedad difundida para beneficiar a algunos, un intento de manipularnos... y que los rechazara de plano.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Dormir de un tirón todas las noches, despertarme sin que me doliera nada y verte a mi lado.



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lunes, 27 de marzo de 2023

Novelando

Empezó a escribir aquel diario porque una tía suya le había regalado por su cumpleaños un cuaderno tan bonito que parecía un libro de lujo con las páginas en blanco.

El problema es que nada de su vida cotidiana parecía merecer el quedar inmortalizado en aquel precioso volumen. Decidió inventarse un personaje con una existencia más novelesca.

Su padre, funcionario del ayuntamiento, se convirtió en un médico que en sus vacaciones viajaba a campos de refugiados en países lejanos con una ong. Su madre, profesora de inglés, pasó a ser traductora especializada en documentos científicos y técnicos por cuyas manos pasaban desde patentes hasta presentaciones para congresos.

Un día su madre le habló a su padre de una nueva técnica médica descrita en un documento llegado a sus manos. Él le vio una aplicación especialmente útil en los mal dotados quirófanos de campaña donde intentaba sacar vidas adelante. El problema: el texto no estaba publicado y él no tenía derecho a poner en riesgo la carrera profesional de su mujer. Averiguó dónde trabajaba el autor principal, lo espió durante días y preparó una escena con un amigo para representarla en la cafetería donde el investigador comía dos veces por semana, un gancho para entrar en contacto con él.

La trama se fue enredando en la imaginación de nuestra autora y se convirtió en una novela de espionaje científico que desembocó, tras muchas vueltas, en un conflicto diplomático. Estuvo a punto de añadir un golpe de estado en el país donde el padre iba finalmente a probar la técnica novedosa, pero lo sustituyó a última hora por un terremoto.

Llegó un momento en que tuvo que poner fin a la historia. Se quedó contenta pero con una sensación de vacío. Decidió empezar otra cuando volviera de sus dos meses en Irlanda, adonde sus padres reales le habían ofrecido ir para mejorar su inglés.

A la vuelta vio que se había dejado el diario encima de la mesa. ¿Lo habrían leído sus padres?

Junto al cuaderno había una carta. El remitente era la Editorial Destino.



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domingo, 26 de febrero de 2023

Me dijiste...

Nunca me prometiste nada. Pero me hice ilusiones.

Me dijiste que me querías, pero no que me quisieras más que a nada ni a nadie. Aun así, me ilusioné pensando en un futuro compartido.

Decías me habías abierto tu corazón, pero me ocultaste tus motivaciones, los resortes de tu pensamiento, de tu forma de actuar. Sin embargo, me ilusioné creyendo que te entendía.

Me contaste mil cosaspero te callabas demasiadas veces. A pesar de todo, me ilusioné imaginando que lo importante siempre me lo dirías.

Llenaste mi vida en muchos momentos, los momentos en los que estabas presente, y la vaciaste a lo largo de muchas ausencias sin explicación. Pero te justifiqué ante mí misma diciéndome que habría algún motivo importante y me ilusioné pensando que volverías.

Me dijiste que era la persona en quien más confiabas, pero no que nunca confiarías del todo en nadie. Fuera como fuese, me ilusioné suponiendo que nuestra relación era sincera.

Y no. Tu única relación sincera, incondicional y eterna es con el silencio, con la mentira, con la huida.

Ahora voy a tratar de ilusionarme conmigo misma, para variar. Espero no defraudarme.

Y que sea la última vez que me enamoro de un espía.



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lunes, 30 de enero de 2023

Ahí te quedas

 La casa era vieja. Qué digo vieja, se caía a pedazos.

Había buscado por internet en varios portales pero no encontraba lo que quería. Preguntó a conocidos, sin resultado. Terminó eligiendo unas cuantas zonas de un par de provincias y mirando a bulto en Google Maps, llamando después a los ayuntamientos para informarse.

Quizá tenía poco claro lo que buscaba. O quizá demasiado claro.

Había ganado suficiente dinero en sus no más de veinte años de carrera profesional como para dejar de trabajar y vivir más que cómodamente para los restos. Había sido, claro, a costa de muchas horas diarias de esfuerzo, enormes dosis de responsabilidad y toneladas de estrés. Por eso aquella mañana en que se despertó con aquel dolor intensísimo no le extrañó nada.

El diagnóstico no era demasiado malo y, francamente, la recomendación -casi exigencia- de que cambiara de vida no le pilló de sorpresa. En realidad era la excusa perfecta para justificar, ante sí mismo y ante los demás, una ruptura drástica con sus obligaciones profesionales.

Empezó a soñar con una casita de piedra en una calle de casas similares, en un pueblo fuera de las rutas turísticas más comunes, con un terreno donde cultivar algo que pudiera comerse luego. Esto último le hacía especial ilusión.

Un amigo de una amiga de un conocido le puso sobre la pista definitiva. Tuvo que conducir un par de horas, aunque habría sido la mitad si no se hubiera perdido tres veces.

La casa se caía a pedazos. Bueno, no tanto. Se caían las contraventanas de madera, faltaban muchas tejas y alguna puerta estaba demasiado desvencijada para abrirse después de años cerrada. Pero... se ajustaba como un guante a lo que había imaginado. Un buen equipo de albañiles, electricistas, carpinteros, fontaneros y demás harían maravillas con ella.

Unos días de papeleos, unos meses de obras y podría mudarse. Aquella casita acogería su nuevo yo.

Llamó a su abogado y le dijo: Dile a Elon Musk que de acuerdo, le vendo mi empresa. Y en cuanto hayamos firmado, desapareceré y no podrá encontrarme. No vaya a ser que se arrepienta.


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Dos, una, cinco

Cuando me mudé a esta casa la terraza estaba llena de trastos, macetas vacías, jardineras con tierra seca y ramas muertas...

Tardé meses en tener tiempo y dinero para decidir qué hacer con ese amplio espacio. Pronto hubo un arbolito, geranios, plantas aromáticas; luego más árboles, más plantas, un riego automático.

Había visto a menudo una pareja de urracas posadas en la antena o en el borde del tejado. Un día dejé media avellana sobre el muro más cercano al lugar de donde parecían emerger, un tejadillo que cubría las salidas de humos de todo el edificio bajo el que supuse que tenían su nido. No se acercaron hasta que me metí en casa. Entonces una de ellas se posó en el muro, cogió la avellana con el pico y se marchó volando de inmediato.

Fui poco a poco ganándome su confianza. Les ponía agua, frutos secos; no le hacían ascos al alpiste; de las frutas, la única que pareció gustarles eran las cerezas. En verano ya se acercaban a comer aunque yo estuviera tomando el sol en la terraza. Llegó el invierno. Una de las dos engordó bastante y comía con ansiedad, incluso gritando a la otra si se acercaba antes de que hubiese terminado.

Y, de pronto, ya solo venía una, la más delgada. Como sabía que las urracas se emparejaban de por vida, temí que la otra hubiera muerto. Me entristecí. Seguí viéndola cada día. A veces dudaba de si era la misma pero su familiaridad con la terraza y el plato de comida eran evidentes.

Hasta que, semanas después, un día ¡aparecieron las dos juntas! La gorda ya no estaba gorda. Ambas comían con buen apetito. Después de imaginar la muerte de una, verla allí renacida me llenó de felicidad. El tiempo era templado, los días se alargaban y mis urracas parecían sanas.

Esa tarde oí un coro de graznidos, una auténtica escandalera. Salí a la terraza y vi volar desde el tejado a la antena a cinco urracas. Tres eran pequeñas, de pico corto y aún tenían plumón.

Papá y mamá urracas habían estado empollando huevos y después alimentando a sus crías hasta que pudieron volar. Ahora les enseñaban sus dominios. Sentí que me las estaban presentando y las saludé con la mano.



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