- Este niño no se ríe...
- Mujer, yo lo veo siempre con la sonrisa en la cara.
- Ya, pero no se ríe. Ni da esos grititos tan típicos de los niños.
- Será que es tranquilo, y oye, mejor, ¿no?
- No sé...
Al cabo de unos meses él admitió que su hijo no parecía del todo como los demás. Había empezado a balbucear sus primeras palabras, parecía entender lo que le decían, tenía juguetes favoritos y era cariñoso con sus padres, sus abuelos, sus primos... Pero le faltaba algo.
- Mira, vamos a preguntarle a la pediatra. Aunque coma bien y duerma bien y no parezca enfermo, yo qué sé, algo raro tiene.
La pediatra no notó nada extraño.
- Pruebe a hacerle reír, venga, pruebe.
El niño la miraba hacer muecas y la imitaba; si se tapaba la cara y luego apartaba las manos gritando cú-cú, ladeaba un poco la cabeza como esperando ver qué venía después. Una gansada tras otra, un juego tras otro, y el pequeño observaba. Terminó por bostezar.
- A ver si el psicólogo...
Descartaron todo tipo de enfermedades. Un especialista detrás de otro lo diagnosticaban como normal, quizá poco interesado por las payasadas, los sustos o las cucamonas. Al final fue la abuela materna la que dio con la clave.
- Este niño no se sorprende por nada.
No había una patología que tuviera como síntoma la falta de capacidad de sorpresa.
Así que los padres se resignaron a que su hijo viviera como si ya lo hubiera visto todo.
Este relato participa en la convocatoria #relatosSorpresas de @divagacionistas
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