lunes, 28 de marzo de 2022

El conocimiento

Estudié (era obligatorio entonces) la religión católica en el colegio, no como una mitología, no analizando su origen y evolución, sus falacias y anacronismos, sino como una verdad revelada e indiscutible en su interpretación por las autoridades eclesiásticas. Con los años la inteligencia madura, se adquieren nuevos conocimientos y experiencias y se forma un criterio propio. Y, claro, entonces se entiende cómo surgieron las religiones en general, su utilidad como respuesta en épocas de desconocimiento, su valor como fuente de poder y de coacción.

Una de las cosas que más me llaman la atención del cristianismo es la metáfora de "comer la fruta prohibida" del "árbol del conocimiento". Viene a decir que los humanos podíamos ser felices (vivir en un paraíso) siempre que aceptáramos las órdenes de la divinidad sin cuestionarlas y, sobre todo, siempre que no quisiéramos saber. Pero, claro, la curiosidad (el diablo, la llaman en el relato bíblico) es lo que ha hecho de nosotros lo que somos, la que nos ha permitido avanzar. ¿Cómo podría esperar un ser superior que, según se dice, ha creado al ser humano y lo ha dotado de un cerebro tan potente y versátil, que el humano renunciara a utilizarlo?

El deseo de saber tiene sus riesgos: puede que lo que averigües no sea coherente con lo que te habían dicho; puede que no te guste o incluso que te perjudique. Lo que está claro es que el deseo de saber es incompatible con la aceptación acrítica de los dogmas divinos. De ahí que buscar el conocimiento implique ser expulsado del paraíso de la ignorancia. Pero la ignorancia no es un paraíso, más bien una prisión.

Y no dejéis de notar que la mitología cristiana hace protagonista de esa rebelión contra la ignorancia a la mujer. Por eso la lleva despreciando desde entonces, la acusa de pecados y la culpa de desgracias.

Señores cristianos: agradezcan a Eva que no se conformara con vivir en la ignorancia. Creo que hay científicos creyentes en esa fe. Deberían nombrar a Eva patrona de la ciencia.



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Después del Edén

Los paraísos siempre están en el pasado. Son épocas, instantes, lugares, personas que nuestro recuerdo ha llegado a convertir en perfectos, en ideales. Todo por esa tendencia natural a embellecer nuestro relato mental de lo que seguramente ya era bello: a limar aristas, reparar grietas, avivar colores, disolver sombras y añadir luz.

Vivimos historias de amor, temporadas felices en el trabajo, días de especial calidez familiar, momentos de amistad acogedora... Cualquiera de ellos puede, con tiempo y remodelación mental, adquirir la perspectiva perfecta y convertirse en un paraíso que, aunque ya no volverá, nos acogió durante un tiempo feliz.

Lo perfecto no dura mucho; desde luego, no más que la añoranza. Si me pongo a pensar, siempre me falta algo o alguien. No en todos los casos soy consciente de cuándo lo perdí, pero sí lo soy de que lo tuve. Al recordar, me invade la sensación de que la vida no es justa. Sin embargo, rara vez me paro a reflexionar sobre si fue inevitable esa pérdida y si tuve en alguna medida responsabilidad en ella. Autorreprocharse no es una tendencia natural, está claro. Pero uno tiene que hacer las paces con sus errores, no negarlos.

Basar las expectativas en la comparación con el supuesto ideal vivido es desastroso. Hace falta decapar esos recuerdos, lijarles la irrealidad, buscar la esencia de esos paraísos, ser conscientes de lo que nos dejaron tras su paso. También plantearse si hay algo que se pueda recuperar, cuánto esfuerzo costaría y si merecería la pena.

Y, sobre todo, es esencial pulir, colorear e iluminar la vida en cada momento, detectando y apreciando los retazos de paraíso escondidos en cualquier rincón, sin permitir que la prisa, la desgana o el perfeccionismo nos vuelvan miopes.



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