Sabía dibujar y recortar figuras de soldados de época en cartón duro, dejando una base para formar tres pestañas con las que se mantuvieran en pie; y lanzar bolas de acero que no sé de dónde salieron para hacer caer los del enemigo al otro lado del pasillo; y dibujar medallas a los heridos, a los que no caían pese a los bolazos.
Con una tiza pintaba en la terraza de casa de mis padres el típico avión para saltar. Pero sin duda, lo más divertido de mi infancia fue otro tipo de saltos.
Como de pequeña solo tenía hermanos -mi hermana tardó más de diez años en llegar-, no supe lo que era jugar a la comba hasta que empecé a ir al colegio. Las chicas jugábamos a algunas cosas con los chicos -al escondite, a tú la llevas, al balón prisionero- pero a la comba ellos no querían. Era nuestra especialidad. Saltábamos de frente y de espaldas, entrábamos y salíamos al ritmo que marcaban las que daban, nos metíamos cinco o seis en la cuerda...
El momento mágico fue cuando aprendí a saltar dobles. Lo escribíamos en francés, doubles, y lo pronunciábamos "dubles", no sé por qué pues el mío era un colegio irlandés. Consistía en mantenerse en el aire el tiempo suficiente para que la cuerda diera dos vueltas. No se podía saltar demasiado alto porque la misma cuerda podía darte en la cabeza. El truco era doblar un poco más las rodillas para caer unas décimas de segundo más tarde. Era como quedarse suspendida en el aire, como un salto ralentizado. Llegué a ser una de las mejores, no solo saltando sino también dando. Dar tenía su secreto: hacías girar la cuerda rapidísimo dos veces y luego la frenabas ligeramente mientras la saltadora tocaba el suelo para volver a darse impulso.
Os prometo que si ahora mismo aparecieran dos de aquellas chicas con una comba y me retaran a llegar a cien doubles, lo haría aunque con ello terminara de machacarme las rodillas.
Con este relato participo en la convocatoria #relatosJuguetes de
No hay comentarios:
Publicar un comentario