Mi infancia tuvo otros olores, aunque a alguno tardé mucho tiempo en ponerle su nombre real. A los diecisiete años me fui unas semanas en verano a Barcelona, a casa de una amiga. Era la primera vez que estaba allí. Una madrugada, entrando en el portal, me quedé atónita.
- Aquí huele a cementerio, le dije a mi amiga.
- Tú estás mal.
Yo lo que estaba era desconcertada. ¿Por qué identificaba aquel olor con uno de esos lugares donde, además, nunca había entrado? Tardé en descubrirlo. El origen de esa idea absurda estaba en una noche que pasamos mis hermanos y yo de niños en casa de unos primos. En aquella época ellos vivían cerca de un cementerio. Nos contaron historias de miedo, gente atrapada, muertos que se levantan... Creo que el olor que entraba en ese momento por la ventana venía de una panadería que había abajo. La masa de pan fermentando quedó asociada al camposanto en mi cerebro impresionable.
Recuerdo el olor de un compañero de colegio porque era el único que llevaba colonia de marca (Loewe). Recuerdo el olor de un baúl que mis abuelos dejaron en nuestra casa cuando emigraron porque dentro había cosas de las que maravillan a una niña, como un juego de té que más me valía no tocar. Recuerdo el exquisito aroma a fino y a vino dulce en las calles cercanas a las bodegas en El Puerto de Santa María. Recuerdo el olor de mi padre y hasta lo vuelvo a percibir cuando sueño con él, aunque haga más de cinco años que ya no está.
Mi propio olor, ese del que apenas soy consciente, fue una vez fetiche de alguien, alguien que me pidió que me pusiera su camisa para guardarlo en ella cuando nos despidiéramos. Fue hace tiempo y seguramente la habrá lavado muchas veces desde entonces, pero algo de mí seguro que sigue enredado en alguna costura o bajo los botones de los puños...
Con este relato participo en la convocatoria #relatosOlores de
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