Faltaba un minuto para la medianoche.
Había sido un mal día. Le hubiera gustado poder borrarlo de la existencia o, al menos, de su memoria. Borrar unas palabras que no tendrían que haberse dicho debería ser tan fácil como darle a la tecla de retroceso en el ordenador. Y borrar la sensación de equivocarse constantemente, ya de paso.
Había sido una mala semana. Ojalá fuera posible destejer el tiempo como Penélope el sudario y encontrarse de nuevo ahí atrás, justo antes de haber hecho algo irreparable. Una especie de correa de seguridad para no precipitarse al vacío cuando se da un mal paso.
No había sido un buen año. Qué lástima que no existieran los viajes en el tiempo. Intentaría recordar cuándo cometió el primer gran error. Porque no, no se suele aprender de los errores a no cometer de nuevo otros iguales. Somos capaces de dejar de ver, a fuerza de costumbre, hasta las cicatrices de los fallos monumentales.
No estaba siendo una buena vida. Pero no podía ir por su pasado borrando cada mala elección, evitando cada arrepentimiento, recuperando cada oportunidad perdida. Y no quería ejercer de censor de su propia estupidez. Solo dejar de derrocharla con tanta generosidad.
Dieron las doce.
Con este relato participo en la convocatoria #relatosTiempo de Divagacionistas
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