jueves, 15 de septiembre de 2022

De padres y héroes

Siempre he pensado que crecí en una familia feliz. Por supuesto, entre mis recuerdos hay malos momentos, pero el conjunto de mi infancia y adolescencia rebosan alegría, amor, paz y satisfacción.

He tardado en descubrir el esfuerzo que les supuso a mis padres proporcionarnos todo eso y no dejarnos notar cuánto les costaba. Ahora veo con otros ojos los enfados de mi padre, entiendo retazos de conversaciones que sorprendía y me explico ciertas tensiones. Nunca quisieron que notáramos carencias ni echáramos nada importante en falta. Lograrlo fue una heroicidad suya que estoy descubriendo ahora.

Mi padre falleció hace once años; mi madre, hace tres. A lo largo de muchos meses fui vaciando su piso. De la infinidad de papeles que había en él, conservé los que en una primera valoración me parecieron interesantes. Ahora los estoy mirando con más detenimiento y clasificando para guardarlos y para compartir su contenido con mis hermanos.

Ayer me centré en todos los documentos relacionados con lo que fue el hogar familiar. El contrato de arrendamiento me ha revelado un alquiler que se llevaba una parte considerable del sueldo de mi padre. Un inciso: ese sueldo fue el único dinero que entró en casa durante muchos años; ahora me parece milagroso haber podido vivir toda la familia solo de él.

Al cabo de siete años y pico de vivir alquilados, al parecer llegaron a un acuerdo con los dueños para comprar el piso, un acuerdo que tardó luego más de una década en plasmarse en un contrato de compraventa (no he encontrado un documento anterior a ese). A la firma de ese contrato mis padres habían pagado más del 80% del dineral que costaba, para lo cual suscribieron una hipoteca con un banco. Una vez cancelada, pidieron otra a la mutua de previsión social de la empresa donde trabajaba mi padre para abonar el resto. En total tardaron unos 21 años en pagar por completo el piso.

Mientras tanto, habíamos nacido los cinco hijos. Todos necesitábamos camas y otros muebles, ropa, comida, colegio, libros... No imagino los malabarismos que hicieron mis padres para sacarnos adelante. Hasta ahora pensaba en los gastos corrientes nada más, no en el enorme añadido de las hipotecas. Sí sé que recurrieron a anticipos, pequeñas ayudas y préstamos de algunas personas cercanas y al Monte de Piedad (una casa de empeños oficial, para quien no lo sepa).

Ropa y libros de texto pasaban de los mayores a los menores. Los muebles y electrodomésticos alargaban su vida útil hasta lo inverosímil. Las librerías estaban llenas de libros leídos mil veces y los juguetes, todos compartidos, daban de sí más de lo imaginable. Las vacaciones eran breves y donde y cuando se podía. Comer fuera o ir al Parque de Atracciones eran algo extraordinario reservado para las celebraciones. Invitar a gente a casa era más extraordinario aún. Con todo, siempre comimos bien, fuimos bien vestidos y calzados y tuvimos regalos de cumpleaños y de Reyes. Nunca nos faltó nada importante.

Mis hermanos y yo no compartíamos las preocupaciones de nuestros padres de ninguna manera. Y eso fue así porque casi nunca hablaban de dinero más que entre ellos. Tuvimos que llegar a la adolescencia para empezar a conocer la realidad en líneas generales, nunca al detalle.

Les agradezco a mis padres ese esfuerzo ímprobo. Sin embargo, eso me impidió valorar toda la amplitud de su cariño y su compromiso. Me sentí querida y me habría sentido aún más querida de haber sabido todo lo que hicieron por mí y mis hermanos. Les habría disculpado muchas cosas, les habría dado las gracias más a menudo y les habría mostrado mucho más el amor que les tenía.

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