Eran tiempos de distancias casi insalvables, sin móvil, sin whatsap, sin correo electrónico. Sin embargo, los amores sobrevivían a las ausencias. Un año después se reencontraron y la piedra cambió de manos. En los meses siguientes fue ella quien guardó el recuerdo sólido en su mesilla de noche, sintiéndole a su lado cada vez que leía ese "Jorge e Inés, Chiclana 1982".
Llegó el verano de los quince años. La piedra volvió a cambiar de dueño por última vez. La vida era demasiado mutable para guardar ausencias y ese otoño él se enamoró de una compañera de instituto. Al siguiente agosto sus padres le dejaron quedarse en Madrid, donde ella estudiaba para la recuperación de septiembre.
Años más tarde, cuando se mudaba a su nuevo piso días antes de casarse con una colega del trabajo, vio la piedra en el fondo de un cajón. No sabía si llevársela, dejarla en casa de sus padres, enviársela a ella por correo o tirarla. Finalmente le pudo el sentimentalismo: la metió en una cajita y la puso en una estantería, detrás de los álbumes de fotos, donde sabía que la volvería a olvidar.
La vida siguió su curso. Un día se cruzaron los dos, Jorge e Inés, en el estreno de una obra de teatro. El trabajo de ella la había llevado a instalarse en Madrid. Intercambiaron teléfonos.
Nunca se llamaron pero él sacó una foto de la piedra y se la mandó por whatsap. Ella le respondió con otra de una piedra casi idéntica, con las mismas palabras escritas, y una frase: "Fue demasiado bonito como para fiarlo solo a mi memoria."
Este relato participa en la convocatoria #relatosPiedras de @divagacionistas
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