Hay quien da las malas noticias sin rodeos ni maquillajes. Y hay quien queda contigo para comer y ya en la sobremesa, te dice: Tenía que contarte algo... y no es bueno.
Yo suelo preferir lo primero por mi tendencia periodística a ir al grano y hablar claro. Pero no dejo de apreciar lo segundo, sobre todo cuando noto que el protagonista lo hace para suavizar la impresión.
Tengo un grupo de amigos al que mantienen unido el mutuo aprecio, años de historia en común, un grupo de WhatsApp de uso sensato y media docena de almuerzos al año. Uno del grupo nos convocó para hoy. Aunque somos cuatro, esta vez nos quedamos en tres por un problema médico de uno. Tras el segundo café, nos comunicó su mala noticia otro, grave y también relacionada con la salud. El tercero sumó su propia crónica médica.
Soy la más joven de los cuatro. Sin que eso quiera decir que esté maravillosamente sana, sí es cierto que mi generación piensa en la decrepitud y la muerte como en algo relativamente lejano. Tener un grupo de amigos que me sacan entre ocho y dieciocho años nunca me hizo notar mucha diferencia entre nosotros.
(Bueno, sí, una vez. Fue cuando ellos se prejubilaron con un ERE en cuyo límite de edad yo no entraba por mucho. Entonces, llena de tristeza por la separación, escribí algo en el correo interno de mi empresa.)
Hoy me he preguntado por primera vez hasta cuándo esas dolorosas realidades llamadas enfermedad y muerte respetarán unos lazos que nunca imaginé desanudables.
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