Nunca he sabido poner cara de no haber roto un plato. Al
contrario, la culpabilidad me inunda si tiro algo al suelo (¡qué torpe!), si hago
algo incorrecto (¡qué maleducada!), si no hago caso (¡qué desobediente!). Se me
nota en los ojos sobre todo, que se me ponen tristones, o eso me han dicho. Y
en los suspiros que me salen de lo más profundo, esos sí que los noto
claramente.
Intento hacerme perdonar aunque a veces es peor (¡qué
pesada!). No soy todo lo perspicaz que debería, no adivino del todo bien los
pensamientos y estados de ánimo de quienes me rodean. Tengo otras cualidades.
Por ejemplo, soy muy alegre y bastante ágil.
Mi obsesión es ser aceptada, llevo muy mal la menor sospecha
de que quieran dejarme de lado. Soy extremadamente sociable, nací para vivir en
compañía y soy capaz de acomodarme al lugar, al momento, aceptar lo que me
marquen. Quizá el problema ha sido de quienes me educaron. No tengo peor carácter
que cualquiera de mis semejantes, aprendo despacito pero, una vez que entiendo
lo que esperan de mí, soy bastante complaciente, en general.
Sé que si no me quisieran también me aguantarían por puro
sentido de la responsabilidad. Pero me digo a mí misma una y otra vez: claro
que me quieren, me quisieron cuando nací y he estado con ellos toda mi vida. No
he hecho un drama cuando me han dejado unos días en casa de alguien ni tampoco
cuando me esterilizaron. No he hecho nada que merezca perder su cariño.
Hasta tienen fotos mías en el salón. Y es que siempre he
sido una perrita muy guapa.
Con este relato participo en la convocatoria de #relatosCulpa de @divagacionistas
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