Fue algo tan lento, tan sutil al principio, que ella tardó mucho en darse cuenta.
Primero dejó de hablar de fútbol. Seguían viendo los partidos juntos, pero el resto de la semana era como si hubiesen dejado de importar la clasificación, las lesiones o el penalti injusto.
Luego fue el trabajo. Los compañeros dejaron de casarse, de tener hijos, de comprarse coches. Poco a poco fueron desvaneciéndose los clientes exigentes, los importantes y finalmente, todos. Tampoco le preguntaba por el suyo, se limitaba a escuchar lo que ella decía.
Pronto se fueron reduciendo las alusiones a los amigos. Aunque salían con ellos, después no había comentarios. Dejó de hablar asimismo de lo que hubieran cenado y, con el tiempo, desapareció toda referencia a la comida.
Ella se alarmó al darse cuenta de que había dejado de mencionar cualquier cosa sobre su salud. No había ningún "me duele la cabeza" o "tengo cita con el oculista". Y entonces fue consciente de que tampoco hablaba de la salud de ella.
Asustada, constató que ese día apenas habían salido de su boca dos docenas de frases. Quiso hablar de ello con él, pero sus palabras se convirtieron en monosílabos.
El día en que le dijo "buenas noches" y él se limitó a darle un beso, le entró el pánico. ¿Había dejado de hablar para siempre?
Incapaz de dormir, se levantó a andar por la casa. De pronto oyó un ruido en el despacho. Al entrar, notó un temblor en el cajón de la mesa. Cogió la llave del tarro de los lápices, la hizo girar en la cerradura y, con precaución, tiró del asidor.
Un vendaval de palabras la arrojó al suelo. La cubrieron hasta casi ahogarla. Luego, lentamente, se fueron evaporando. Su marido asomó la cabeza y, con cara de alivio, le preguntó:
- ¿Dónde estaba esa llave?
(La llave está donde ya sabéis, en el mismo sitio que la moraleja de esta historia)
Este relato participa en la convocatoria #relatosCerraduras de @divagacionistas
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