Lo que llegamos a guardar en una palabra...
La primera vez que telefoneé a la radio para entrar en directo, el técnico de sonido me llamó por un diminutivo cariñoso para calmarme un poco los nervios. Era el mismo nombre por el que solo me llamaba mi hermano mayor. Yo estaba lejos de mi casa y de mi familia, trabajando por primera vez en otra ciudad. Habría abrazado a aquel chico. Nunca supo que por un segundo me había llevado de vuelta a casa.
Mi padre tenía un mote para mí. Solo lo usó siendo yo chiquitina. Luego de vez en cuando lo desempolvaba. Desde que no está, solo queda en mi memoria. Nadie me volverá a llamar así.
Mi primer amor también eligió un modo personal de llamarme. Los nombres que asocias a una sola persona se convierten en pequeños gatillos que disparan recuerdos cada vez que los oyes o los lees.
He dicho adiós tantas veces... La última todavía me duele. Lo que más echo de menos de las personas es hablar con ellas.
La nostalgia no es una presencia constante. Se esconde en los bolsillos, en las fotos, las páginas de los libros, las canciones, los olores y, sobre todo, en las palabras. Tiene querencia por aquellos que no esperamos mucho del futuro. Se asoma cuando sabe que el ánimo le es propicio. Rara vez aparece desgarrada por el dolor o teñida de arrepentimiento. Lo habitual es que se muestre como un rincón cálido y acogedor donde te reencuentras con los trocitos de ti que fueron quedando atrás mientras avanzabas en la vida.
Se puede echar de menos algo o a alguien y saber que perderlo entra en el transcurso normal de las cosas; saber que la vida sigue, que te puede ir igual de bien o de mal sin ello. No quiero volver atrás, no es cierto que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Avanzar no es incompatible con recordar con cariño ni con echar de menos.
Una brizna de nostalgia se me coló en twitter el otro día. No era la primera vez, pero sí la primera en que algunos nos enredamos hablando de ello.
Y aquí estamos hoy, poniéndolo por escrito.
La primera vez que telefoneé a la radio para entrar en directo, el técnico de sonido me llamó por un diminutivo cariñoso para calmarme un poco los nervios. Era el mismo nombre por el que solo me llamaba mi hermano mayor. Yo estaba lejos de mi casa y de mi familia, trabajando por primera vez en otra ciudad. Habría abrazado a aquel chico. Nunca supo que por un segundo me había llevado de vuelta a casa.
Mi padre tenía un mote para mí. Solo lo usó siendo yo chiquitina. Luego de vez en cuando lo desempolvaba. Desde que no está, solo queda en mi memoria. Nadie me volverá a llamar así.
Mi primer amor también eligió un modo personal de llamarme. Los nombres que asocias a una sola persona se convierten en pequeños gatillos que disparan recuerdos cada vez que los oyes o los lees.
He dicho adiós tantas veces... La última todavía me duele. Lo que más echo de menos de las personas es hablar con ellas.
La nostalgia no es una presencia constante. Se esconde en los bolsillos, en las fotos, las páginas de los libros, las canciones, los olores y, sobre todo, en las palabras. Tiene querencia por aquellos que no esperamos mucho del futuro. Se asoma cuando sabe que el ánimo le es propicio. Rara vez aparece desgarrada por el dolor o teñida de arrepentimiento. Lo habitual es que se muestre como un rincón cálido y acogedor donde te reencuentras con los trocitos de ti que fueron quedando atrás mientras avanzabas en la vida.
Se puede echar de menos algo o a alguien y saber que perderlo entra en el transcurso normal de las cosas; saber que la vida sigue, que te puede ir igual de bien o de mal sin ello. No quiero volver atrás, no es cierto que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Avanzar no es incompatible con recordar con cariño ni con echar de menos.
Una brizna de nostalgia se me coló en twitter el otro día. No era la primera vez, pero sí la primera en que algunos nos enredamos hablando de ello.
Y aquí estamos hoy, poniéndolo por escrito.
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