La memoria es algo increíble. De algún modo las conexiones de nuestras neuronas son capaces de guardar palabras, imágenes, sonidos, sensaciones, emociones y hasta invenciones. Quedan almacenadas y, por lo general, podemos recuperarlas cuando queremos (y nos desesperamos cuando nos resulta imposible). Pero también ellas mismas deciden saltar a primer plano si algo tira de ellas, algo a lo que están asociadas por el motivo que sea. Y las asociaciones son tan infinitas como los recuerdos. Hay toda una maraña de datos ahí metida, con su orden y su desorden, con su lógica y su absurdidad, amados y odiados. A veces querríamos evocar algo y se nos escabulle, mientras que otras nos asalta aquello que desearíamos olvidar para siempre.
Mis primeros recuerdos son muy precoces, de cuando tenía poco más de un año. Ya hablé de ellos en esta otra entrada.
¿Mi primer beso? Lo recuerdo bien, aquel verano de mis catorce años, aquel chico con quien coincidí en aquel campamento. Me parecía demasiado guapo para fijarse en mí, pero se fijó. Un beso sobre la arena de la playa al atardecer, ¿se puede pedir más?
Me enamoré por primera vez bastante más tarde, a los veintidós. Ante me habían gustado chicos pero fue en aquel momento cuando sentí lo que es necesitar a alguien y no poder quitártelo de la cabeza ni un solo segundo. Lo malo es que vivíamos a cientos de kilómetros de distancia en aquella época preinternet. No sé si fue demasiado dolor para tan pocos momentos de felicidad.
Mi primer trabajo fue dar clases particulares a niños de cursos inferiores de mi colegio. Luego, en la universidad, me contrataron durante unos meses para un programa de gimnasia en la tele. Con aquel dinero nos fuimos de vacaciones toda la familia ese verano. Mi primer trabajo como periodista fue un año antes de terminar la carrera, en un periódico provincial muy conocido en su zona. Ver mi nombre en letra impresa fue tan impactante como gratificante.
¿Cuándo me tocó la muerte de cerca por primera vez? Mi abuela paterna falleció cuando yo tenía 27 años. Antes había muerto mi abuelo materno pero vivía fuera de España y yo llevaba años sin verlo. Y mucho antes murió el padre de una compañera mía de colegio. Teníamos las dos unos ocho o nueve años y no fui capaz de hacerme a la idea de lo que era perder a un padre. Yo he perdido a los míos ya de adulta, a ambos de forma repentina y, desde luego, muy dolorosa. Recuerdo sus últimos instantes, en sendos hospitales. Con el tiempo el dolor no se olvida, pero se suaviza.
Recuerdo muchos viajes pero el que no olvidaré será mi primer vuelo en avión. Era niña y los oídos me dolían tanto que solo recuerdo eso. Bueno, eso y los puzles de cartón que Iberia nos dio a mis hermanos y a mí para entretenernos el viaje. Una de cal y otra de arena.
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