Recuerdo la primera vez que, de niños, nos llevaron a mis hermanos y a mí a hacernos nuestro primer análisis de sangre. Nos quejábamos de que no nos habían dejado desayunar. El ritual me pareció tan siniestro que les tuve miedo a los análisis hasta que a partir de mi adolescencia se convirtieron en algo trivial de tan rutinario. Pero aquel primer día me sirvió para descubrir una tienda maravillosa de material para fiestas infantiles, Vicente Rico se llamaba; era el sueño de todo niño.
Con el tiempo aprendí eso de los "valores normales", el rango de niveles entre los cuales no había que preocuparse. Y fui descubriendo todo lo que dicen de nosotros unos mililitros de sangre.
Heredé el grupo sanguíneo de mi padre. Pero ahora me apetece más hablar de lo que aprendí de mi familia. Expresiones normales en el hogar donde me crie.
Si a alguien le hervía la sangre era que estaba muy, muy enfadado. En cambio, el miedo te helaba la sangre en las venas. Y si no tenías eso, sangre en las venas, era porque te sobraba pachorra o te faltaba valor. Siempre era mejor no hacerse mala sangre por cosas que en el fondo no tenían tanta importancia. Aprendimos a no hacer sangre, o sea, a no hurgar en la herida; a no discutir con personas a quienes la sangre se les subía fácilmente a la cabeza, y a tener sangre fría cuando las cosas se ponían serias. Unos llevaban en la sangre la habilidad manual, otros la gracia en el hablar o en el bailar y otros el arte para dibujar; en la mía parecía correr la facilidad para los idiomas.
El peor recuerdo que me trae la palabra sangre es el de la hemorragia cerebral que me arrebató a mi madre. Y el mejor, el de alguien que me dijo que la familia no era solo la que compartía tu misma sangre.
Vivimos un momento difícil, se está derramando sangre no muy lejos de mi país por decisión de personas que piensan más en su poder que en el dolor ajeno. Ojalá termine pronto.
Esta entrada participa en los #relatosSangre de @divagacionistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario