Hace pocos meses el vicepresidente de ARP-SAPC me pidió una colaboración para la revista que publica esta asociación, a la que pertenezco. Preparaban un monográfico sobre "Covid-19 y pensamiento crítico" y se trataba de que varios socios habláramos sobre el tema desde nuestra experiencia y nuestro conocimiento personal o profesional. Me puse manos a la obra y me salió un texto que superaba ampliamente el espacio asignado. Lo recorté para adaptarlo. La revista está a punto de salir. Además, esa versión corta se puede leer en la web de ARP-SAPC aquí, y aquí el monográfico con los diez textos.
Sin embargo, el texto en su extensión original merece, creo yo, publicarse. Lo hago en este blog, en el que incluyo también numerosas referencias por si el lector quiere consultarlas a medida que lee o al final.
PERIODISMO Y PANDEMIA
Cuando se produce un cambio tan
grande como el que esta pandemia ha supuesto en nuestras vidas, cuesta recordar
cómo eran las cosas inmediatamente antes y cuándo exactamente nos dimos cuenta
de que esto era algo que no habíamos vivido nunca. Hay algo claro: de este
virus no sabíamos casi nada cuando empezamos a ver y oír hablar de él en los
medios de comunicación. No diré que los periodistas partiéramos de cero,
epidemias y pandemias habíamos conocido -e informado de ellas- en los últimos años.
Ahora bien, como esta situación no habíamos vivido ninguna. Los políticos y muchos
científicos tampoco, al menos en nuestro entorno. La información en una crisis
es algo vital y no sé si la hemos gestionado todo lo bien que deberíamos.
NUESTRA
EXERIENCIA PREVIA EN EPIDEMIAS
Sobre enfermedades infecciosas que causaran preocupación
global teníamos varias experiencias previas relativamente recientes. El SARS
(siglas en inglés de Síndrome Agudo Respiratorio Grave), la gripe A, el Ébola,
el Zika…
El SARS surgió en Asia a principios de 2003 y se hizo
global en pocos meses. Como señala la Organización Mundial de la Salud, fue la
primera nueva enfermedad grave y de fácil transmisión del siglo XXI. Nos
dimos cuenta de lo sencillo que era extender una infección en este mundo
hipercomunicado, con conexiones aéreas en casi cualquier parte del planeta. La
gripe A, identificada inicialmente en México y declarada pandemia por la OMS en
junio de 2009, cuando había unos 180.000 casos y más de 1.400 muertos en el
mundo, causó verdadera alarma… que se transformó en desconfianza después de que
los gobiernos hubieran hecho acopio de antivirales y vacunas que en su mayor
parte no se utilizaron. Se acusó a la OMS de falta de transparencia y de
actuar influida por intereses de las farmacéuticas. El movimiento
antivacunas empezó a despegar en España en aquellas fechas, impulsado por
personajes como la monja y médica Teresa Forcades. Otra enfermedad que nos
asustó cuando hubo contagios fuera de África, de donde es originaria, fue el
ébola. En España tuvimos uno, el de una auxiliar de enfermería del hospital
donde se trató a dos misioneros que enfermaron en Liberia y en Sierra Leona y
fueron repatriados en el verano de 2014. En cuanto al Zika, la epidemia que
afectó a Latinoamérica en 2016 tuvo mucho eco en los medios de todo el mundo al
coincidir con los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. En España aparecieron
varios casos importados ese verano.
LAS
PRIMERAS NOTICIAS SOBRE EL NUEVO CORONAVIRUS
A principios de enero de 2020 las agencias y los
corresponsales empezaron a informar de una rara neumonía en Wuhan, China. El
primer muerto se produjo el 11 de enero. Las informaciones incluían
comentarios sobre la habitual falta de transparencia de las autoridades chinas
en cuestiones delicadas. No sabíamos de la gravedad de la infección pero en
poco tiempo había dejado de ser local: llegaron casos importados a Japón, a
Hong Kong, a Tailandia…
Era evidente que personas infectadas podían viajar en avión
con pocos o ningún síntoma y propagar el virus en su lugar de destino. Sin
embargo, aún no sabíamos bien cómo se transmitía la enfermedad y hasta qué
punto era grave.
Poco a poco, los medios de comunicación empezamos a
informar más ampliamente sobre el tema, primero dando las novedades: cuántos
casos constaban ya, dónde, cuántos fallecidos… Cuando llegó el momento de
añadir explicaciones, muchos periodistas descubrieron que no tenían agenda para
ello. Empezó la búsqueda de virólogos y epidemiólogos recordando cuándo se había
consultado con algunos (por ejemplo, en el caso de difteria en Olot). El
Ministerio de Sanidad delegó en su Centro de Coordinación de Alertas y
Emergencias Sanitarias la responsabilidad de informar. Llegaron las
comparaciones con la gripe estacional. Y llegaron los mensajes de calma de las
autoridades.
Para entonces ya había en las redacciones una apreciable división
entre quienes pensaban que se debía dedicar más espacio a hablar de la
evolución y expansión de la nueva enfermedad y quienes consideraban que se
estaba exagerando su importancia y alarmando a la gente (recordemos las
reacciones a la cancelación del World Mobile Congress de Barcelona). La
discrepancia se repetía entre la población. Entre el secretismo chino, los
mensajes cambiantes de las autoridades, la prudencia de los científicos y la
persistencia de cierto descrédito de la OMS, remanente de crisis anteriores,
los periodistas teníamos claro que no pisábamos terreno firme.
Los informadores estamos siempre deseando que surja una
noticia que interese a todo el mundo, tenga mucho recorrido y nos permita hacer
lo que más nos gusta: contarle al público lo que no sabe y quiere saber. Pero
hay que ser capaces de identificarla. Detectar cuándo es el momento de dedicar
más tiempo o espacio a un tema es una de las claves en los medios de
comunicación. Si no se acierta a la hora de dar relevancia a una información,
le haremos un flaco favor a la audiencia: podemos alarmarla innecesariamente o bien
transmitirle erróneamente la idea de que no ocurre nada grave. No es fácil. Y
las consecuencias son malas: para los medios, la pérdida de credibilidad; para
la ciudadanía, entre otras, la pérdida de confianza.
La discrepancia en las redacciones desapareció pronto. Por
un lado, la realidad se impuso: los contagios aumentaban, así como las muertes,
y cada vez se daban en más países. Por otro, hablar de la nueva enfermedad
hacía ganar audiencia. No tengo muy claro cómo fue el mecanismo esta vez, quizá
las tertulias donde hablaban más “todólogos” que expertos sembraron la
inquietud y ese público buscó más datos en los medios de comunicación (y en
internet y entre amigos y familiares…) o tal vez fuimos los propios espacios
informativos los que encendimos la mecha, no lo sé. En cualquier caso,
audiencias y medios nos retroalimentamos y el tema creció hasta desplazar, en
marzo, con el confinamiento, a todos los demás. Solo la pandemia era noticia.
INFORMACIÓN
EN TIEMPOS DE CRISIS
Los periodistas especializados en salud marcaron la pauta
en las redacciones. No sucede muy a menudo que la especialización en sanidad, o
en ciencia en general, se valore más que ninguna otra en un medio generalista.
En el panorama informativo global ganaron puntos los medios especializados
online; también los blogs y canales de YouTube de médicos, biólogos,
genetistas, expertos en salud pública… Las noticias se trufaron de
declaraciones de muchos de ellos. Las agendas más cotizadas eran las que tenían
muchos contactos en esos sectores. Cada entrevistado que aparecía en un medio
era rápidamente reclamado por otros.
Se seguían las ruedas de prensa de la OMS y durante los
primeros meses del año se ponían pocos peros a lo que en ellas se decía. El
organismo declaró emergencia sanitaria internacional por lo que entonces se solía
llamar “el nuevo coronavirus” o “el coronavirus de Wuhan” el 31 de enero, un
mes después de que China le hubiera notificado oficialmente la aparición de una
neumonía rara. El 11 de febrero le dio oficialmente el nombre de COVID-19
(Coronavirus Disease 2019), causada por el SARS-CoV2, el segundo coronavirus
responsable de un Síndrome Agudo Respiratorio Grave y el primero en originar
una pandemia: la OMS la declaró el 11 de marzo. Este organismo recoge en su web
una cronología de sus actuaciones sobre esta enfermedad.
En esas fechas explicábamos qué es un coronavirus, qué
significaba la declaración de pandemia y cuáles eran los criterios para
hacerla; informábamos del posible origen del virus y de las probables vías de
contagio. Se abrió el melón de las zoonosis, de los animales que actúan como
huéspedes de enfermedades y de transmisores de mutaciones capaces de infectar
al ser humano. Incorporamos términos como “gotículas” y empezamos a buscar expertos
en contagio, higiene y desinfección. Más tarde añadimos otros muchos relativos
a vacunas y a tratamientos, con especialistas en estos campos. Se puede decir
que hemos hecho un curso acelerado estos meses.
Esas informaciones convivían con las de enfermos,
hospitalizados, ingresados en UCI y fallecidos. A mediados de marzo ya se hablaba de hospitales desbordados y servicios funerarios que no daban abasto.
Aunque no había tratamiento específico contra este nuevo virus, los
profesionales de medicina intensiva, neumología y otras áreas probaban fármacos
ya existentes para combatir los síntomas más graves. Esos médicos compartían
los resultados y la información terminaba reflejándose en los medios, deseosos
de dar alguna buena noticia.
El 9 de marzo Italia confinó a toda su población, algo que
había hecho previamente solo en la zona norte del país. Aquellos comentarios de
que el confinamiento estricto de la ciudad china de Wuhan solo era posible en
un país más autoritario y con menos respeto a las libertades que Occidente
cayeron en el olvido. Otros estados siguieron a Italia; España, una semana
después. Los medios se volcaron en contar el encierro, dar explicaciones,
justificaciones, consejos, recoger opiniones, reacciones, consecuencias. Los
aplausos a los sanitarios, captados por cámaras profesionales o móviles
particulares, se mostraron durante muchas semanas. Era como una guerra en la
que todos estábamos en el mismo bando y la información tenía algo de la clásica
propaganda para mantener altos los ánimos.
El confinamiento complicó aún más el trabajo de los
periodistas. Aunque éramos un servicio esencial y podíamos movernos, no era el
caso de muchas de nuestras fuentes. Las entrevistas por Skype o las
declaraciones e imágenes grabadas con teléfono móvil pasaron a ser lo más
habitual. El teletrabajo llegó para despejar las redacciones y reducir el
riesgo de contagios (que, pese a todo, se han seguido produciendo). Mis
recuerdos de esos meses incluyen el aislamiento con un pequeño núcleo de
profesionales en lo que humorísticamente llamábamos “el búnker” o el “Área 51”,
un retén que trabajaba sin ningún contacto con el resto de compañeros en unas oficinas
alquiladas, por si un contagio masivo obligaba a cerrar Torrespaña y debíamos
hacernos cargo, cual ocupantes del arca de Noé, de repoblarla.
Creo que hasta aquí es suficiente cronología para refrescar
los recuerdos. Abordemos ahora algunos aspectos más complejos.
PERSONALIDADES
Y PERSONAJES
No es lo más frecuente en una redacción que las ruedas de
prensa de las que van a salir los grandes titulares no las den políticos sino
técnicos. Ocurre por ejemplo en procesos judiciales, en catástrofes naturales, desapariciones
y otras tragedias (recordemos la operación de rescate del pequeño Julen tras su
caída en un pozo en Totalán a principios de 2019).
En esta pandemia cada país ha tenido sus referentes en la
presentación de los datos, la explicación de la gestión sanitaria y la
respuesta a las infinitas preguntas de los informadores. Alguno de esos
referentes se ha hecho conocido en todo el mundo, como el estadounidense doctor
Fauci, uno de los asesores de la Casa Blanca en esta crisis. En España esa
figura es Fernando Simón, médico epidemiólogo y director del Centro de
Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias.
El papel protagonista de Simón ha llevado a muchos
ciudadanos y no pocos periodistas a considerarlo la fuente infalible de todo
conocimiento sobre la Covid-19. Por eso mismo ha recibido muchas críticas
cuando alguna de sus declaraciones contradecía a otra anterior (las han
recibido igualmente el Director General de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus,
o el Director Ejecutivo del Programa de Emergencias de ese organismo, Mike Ryan).
Quizá no es culpa suya, o no solo suya, que la población
espere afirmaciones tajantes, directrices infalibles y protocolos inamovibles. En
una enfermedad nueva el conocimiento va llegando de forma paulatina, y eso es
así incluso en esta, en la cual la movilización de equipos científicos en todo
el mundo, el avance de las investigaciones y la transmisión de información han
sido notables.
Sea como sea, desde las autoridades sanitarias y políticas se
ha afirmado primero que teníamos muy pocos casos y se estaban rastreando los
contactos, para no mucho después reconocer la existencia de una transmisión
mucho mayor y descontrolada. Han asegurado que el contagio era por contacto
-lávense las manos, desinfecten todo-, por gotas de saliva y de estornudos
-tápense, usen mascarilla-, y finalmente, también por aerosoles, gotas mucho
más pequeñas -ventilen, sustituyan el interior de los locales por las
terrazas-. A la gente se le ha dicho que para la población sana no tenía
sentido llevar mascarilla, luego se le ha recomendado ponérsela y
posteriormente se le ha obligado; la recomendación de usar guantes marchó en
sentido contrario. Se ha reducido el aforo permitido en establecimientos pero
no en aviones o trenes ni se ha aumentado la frecuencia del transporte público
para reducir su ocupación. Durante el confinamiento se cerraron los parques;
más tarde se ha pedido que el mayor número posible de actividades se efectúe al
aire libre.
La figura de Simón ha sufrido un enorme desgaste. Se le ha
identificado con la ideología política del gobierno. Se le han hecho críticas
por motivos ajenos a su labor, ya fueran su aspecto, aficiones o actividades
extraprofesionales. Los medios hemos contribuido mucho a ello. Pocas cosas nos
gustan tanto como derribar mitos.
O crear otros. Ciertos personajes han encontrado un
escaparate estos meses. Algunos, haciendo afirmaciones que iban a la contra de
la tónica general. El cirujano -que no epidemiólogo ni virólogo- Pedro Cavadas,
por ejemplo. No me haré eco de sus palabras, pero es fácil encontrarlas en
internet, con valoraciones opuestas según quién las publique.
Ha sido como mínimo curioso el caso de Iker Jiménez. El
periodista, a menudo altavoz de teorías conspirativas y misterios dudosos, se
ha puesto en contra a una parte de sus seguidores por rechazar que este
coronavirus no exista o que haya una conspiración de poderosos, una
“plandemia”, para someternos.
En cuanto a los políticos, no tardaron mucho en recuperar
el protagonismo. Las tensiones entre gestión centralizada y autonómica, la
disyuntiva entre priorizar salud o economía, salud o educación abrieron la
brecha en el dominio de la información puramente sanitaria. La polarización y
las acusaciones cruzadas volvieron a dar espacio a los bloques de declaraciones
de líderes políticos, ahora con un discurso aún más crispado. De esto podrían
hablar mejor los compañeros que se dedican a la información política.
LOS
“OTROS MEDIOS” Y LA DESINFORMACIÓN
Termino estas reflexiones con una cuestión muy grave. Esta
pandemia ha surgido en un momento en que los bulos, la desinformación y las
pseudociencias ya llevaban tiempo identificados como problemas serios de la
sociedad actual. Por eso nos ha pillado con las estructuras de detección y
denuncia ya preparadas. Eso no quiere decir que se haya impedido o reducido su
aparición, pero sí que los periodistas (diría que también buena parte de la
población) estábamos -estamos- muy atentos no solo a entender las cosas bien
para explicarlas sin errores, como habitualmente, sino a que “no nos la
colaran”. Sin embargo, la cada vez más frecuente exigencia de inmediatez en
nuestro trabajo nos ha hecho pagar muchos peajes.
Dejemos clara una cosa: hemos emitido y publicado
informaciones contradictorias a raíz de que nuestras fuentes, ya sean
políticos, médicos o investigadores, se hayan ido contradiciendo en algunos
casos, rectificando o matizando en otros. Reconozcamos también que la
simplificación necesaria ha hecho desaparecer en muchas noticias los matices y
prevenciones que introducían esas fuentes.
Y otro apunte importante: no es lo mismo la información que
la especulación o que la opinión. Se han visto muchas tertulias, debates,
entrevistas y hasta reportajes en los que la información objetiva era el más
escaso de los componentes. El público conoce, o debería conocer, el grado de
rigor del medio al que acude, su tendencia o no al sensacionalismo, su
preferencia por las voces más capacitadas o por las que más llaman la atención.
Esta pandemia ha sido vista por muchos como la ocasión para captar audiencia,
pero por pocos como una prueba a la que someter a nuestra ética profesional.
Hablo, claro, de los medios de comunicación tradicionales. Sin
embargo, si algo caracteriza estos últimos años es la difusión de información
(y desinformación) por otro tipo de medios: redes sociales, servicios de
mensajería instantánea, webs con apariencia de periódicos digitales…
Los bulos surgen de grupos de interés o de individuos. Las
motivaciones son muy variadas, a menudo ideológicas pero también económicas, e
incluso la ignorancia y el miedo. Desde la aparición de esta enfermedad se ha
vivido, paralelamente, una auténtica “infodemia”, en la que la desinformación
se ha sumado a los problemas puramente sanitarios. Distintos equipos de
verificación han desmentido centenares de bulos. Newtral tiene un interesante
gráfico sobre su temática y protagonistas, así como otro sobre el número de
ellos que surge en cada fecha.
Maldita.es llevaba desmentidas a fecha de redacción de este
texto 787 “mentiras, alertas falsas y desinformaciones sobre COVID-19” (ahora ya son 866),
además de 15 teorías conspirativas. En Verifica RTVE hay multitud de
informaciones desmentidas, al igual que en EFEVerifica.
La avalancha de falsedades parece imposible de frenar. Casi
no habrá persona en este país que no haya leído o escuchado alguna, pues de las
redes saltan a las conversaciones y se reproducen en los medios (aunque, por
desgracia, no siempre para desmentirlas). Puede resultarnos entretenido ver
cómo un “experto” relaciona, en un vídeo de YouTube, el despliegue de redes 5G
con la expansión del virus. Puede parecernos divertido que haya grupos de
población (con un famoso cantante alentándolos) que asocian las vacunas con el
implante de microchips para controlarnos a todos, pero la cuestión deja de
tener gracia cuando es el presidente de una universidad quien lo afirma o
algún político quien le da credibilidad. Que el presidente de Estados Unidos sugiriera
como tratamiento contra este coronavirus inyectar desinfectante al enfermo o
meterle luz ultravioleta en el cuerpo resultó cómico hasta que más de un
centenar de personas se intoxicaron tratando de aplicarse tal tratamiento , algo de lo cual Trump no se sintió en absoluto responsable.
Enumerar los centenares de bulos llegados de la mano de la
pandemia alargaría innecesariamente este texto. Dejo al lector curioso la tarea
de buscarlos y, en su caso, denunciarlos a algunos de los equipos verificadores
ya mencionados.
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