lunes, 29 de abril de 2019
Tirabuzones
Después de morir mi abuela paterna, fui una tarde a la que había sido su casa a visitar a mi tía y su marido, que vivían allí. No era de las tías con las que tenía más relación porque durante muchos años había sido monja y nunca mantuvimos más que breves conversaciones (no por mi ateísmo, entonces embrionario, sino por falta de interés o de cosas en común).
A lo que fui a su casa es a recuperar fotos de la infancia de mi padre. Mi abuela las guardaba celosamente pero, al faltar ella, me pareció que mi tía no tendría inconveniente en desprenderse de algunas. En casa de mis padres había poquísimas fotos de cada uno de ellos antes de casarse. Recuerdo una de mi madre el día de su comunión, a los seis años, con el pelo hecho tirabuzones. Y una de mi padre, a los cuatro o cinco años, con sus dos hermanos mayores en un barco. No había fotos anteriores de ninguno de los dos.
Pero mi padre hablaba de unas que les habían hecho a él y a sus hermanos de bebés, fotos de estudio, un lujo en aquellos años de la segunda república. Me encantó verlas cuando mi tía sacó una caja de un armario. Un crío rollizo con un enorme tirabuzón en la frente. Me las llevé junto con otras que a mi padre le emocionó recuperar.
En mi familia somos todos de pelo más bien liso. Aquellos rizos de mis padres desaparecieron pronto. De mis hermanos, solo el que me sigue y la pequeña los tuvieron en sus primera infancia. A él se los cortaron antes de los dos años y no volvieron a aparecer. A ella se los dejaron crecer. Todavía la recuerdo cuando tenía sueño. Cerraba los ojos, llevaba una manita con los dedos extendidos junto a su oreja y los metía por los tirabuzones, estirándolos hasta que se soltaban. Repetía el gesto hasta que se dormía. Esos deditos enredados en anillos de pelo castaño claro eran la viva imagen de la tranquilidad.
Esta entrada participa en la convocatoria #relatosAnillos de @divagacionistas
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