El curso había finalizado, había acabado la comida posterior, terminaban la sobremesa, las despedidas y la gente empezaba a dispersarse.
Quedaban varias horas para que saliera mi avión. Tenía el billete para el último del día, el que despegaría ya anochecido. Pensé que estaría bien disponer de unas horas para pasear por la ciudad, que apenas había podido conocer en esos tres días. Había dejado la maleta en recepción y llevaba en la mochila todo lo que podía necesitar. La llovizna de la mañana había dado paso a un sol radiante. Con el móvil en la mano por si me animaba a sacar fotos, decidí empezar yendo hacia la playa.
Fue un largo paseo. Tenía tiempo, ganas, libertad para ir improvisando el trayecto y el ritmo. Me sentí feliz hasta que a la sensación de ser dueña de mi vida se fue imponiendo otra. Las calles se habían vaciado: la gente había vuelto al trabajo o a casa y yo no podía hacerlo, aún no.
Siempre apuro mucho, quizá demasiado, me dije recordando aquella noche que pasé yo sola en la habitación de hotel donde había estado con mi pareja. Él se tuvo que marchar y no comprendió por qué en lugar de irnos a la vez yo decidí quedarme hasta el día siguiente.
Aunque me inquiete, aunque a veces termine angustiándome, me gusta caminar sola por lugares desconocidos. ¿Preferiría hacerlo acompañada? Quizá sí, no lo sé. Pero necesito sentirme autónoma, autosuficiente, libre. Y puedo hacer estas cosas sin peligro porque tengo un lugar al que volver.
Con este relato participo en la convocatoria #relatosRegreso de @divagacionistas
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