Hace cuarenta grados en la calle y en este salón de actos tienen la temperatura a dieciocho o menos. Qué maldita manía la de ajustar el termostato del aire acondicionado pensando en los tipos con chaqueta y no en la vestimenta que cualquier ser humano normal lleva en un día como este.
Qué rabia haberme dejado el chal en el coche. Y menuda tontería haberme puesto en primera fila: no puedo salir sin dar el cante. Y menos ahora que está hablando mi jefe.
Si me aplasto más contra el sillón, me salgo por el respaldo. No sé qué hacer para no notar tanto el aire polar este. Vale que en la espalda no me da, pero los brazos los tengo helados.
Estoy empezando a tiritar. El compañero que tengo al lado me mira por el rabillo del ojo desde hace rato. El muy capullo lleva traje. Y camisa de manga larga. Le odio.
El capullo se acaba de quitar la chaqueta y me la ha ofrecido. Aunque no lo conozco más que de vista porque trabaja en otro departamento, la he aceptado en seguida. Espero descongelarme en unos minutos.
Me ha mirado un par de veces abiertamente y me ha sonreído. Le he devuelto la sonrisa. Ahora recuerdo que coincidimos en una reunión no hace mucho. Es guapo.
El bolsillo ha empezado a vibrar y me he puesto nerviosa. Él ha alargado la mano, ha sacado de allí su móvil, lo ha mirado, lo ha apagado y ha vuelto a dejarlo donde estaba. Y ha dejado la mano también.
Voy a meter la mano en el mismo bolsillo.
Con esta entrada participo en los #relatosBolsillos convocados por Divagacionistas
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