Me he sentado en el umbral de tu puerta para escribirte una nota.
He venido a visitarte sabiendo que no estarías en casa. Creo que, en el fondo, escogí el día y la hora en que pensé que nadie me abriría la puerta.
Nunca he sido cobarde, soy perfectamente capaz de decir las cosas a la cara, las agradables y las molestas. Pero conozco a quienes prefieren rehuir los diálogos incómodos.
Y no es que fuera a decirte nada incómodo. He venido a despedirme.
No sé a dónde me lleva mi camino actual, pero es decididamente cuesta abajo. Lo agradezco. El cansancio me pesa mucho para subir por rutas empinadas. Salvo que fuera de tu mano, pero te soltaste de ella demasiadas veces.
No he pisado este umbral lo suficiente como para conocer el hogar al que da paso. Sabía que nunca sería mi hogar, nunca querrías que lo fuera.
No sé qué más escribir. No tengo nada que decirle a una puerta cerrada, a una casa vacía.
Doblo el papel, lo deslizo por la rendija, junto al pomo.
Se me resbala la mano y, sin querer, pulso el timbre.
Y huyo, porque en realidad sé que sí estás en casa.
Esta entrada participa en la convocatoria #relatosUmbral de @divagacionistas.