Había un matiz ligeramente obsesivo en su empeño de no ir
todos los días por el mismo camino. Había una necesidad insuperable de variar,
una resistencia a que la rutina fuera completamente rutinaria.
Los trayectos posibles no eran infinitos pero sí suficientes
para darle la sensación de que podía improvisar. Elegir entre dos calles
paralelas, girar por la primera esquina o por la segunda, coger un autobús u
otro, bajar en una parada u otra, andar un tramo al principio o en medio o al
final…
No sabía qué esperaba encontrar, o a quién. Sí era
consciente de estar buscando. De necesitar. De confiar, poner de su parte y esperar.
Iba de casa al
trabajo, del trabajo a casa; iba a hacer la compra, al médico, de tiendas, de
paseo, a comer con amigos, al cine, a hacer deporte. Y aunque lo importante era
el destino, lo emocionante era el camino.
Mientras esperaba el encuentro mágico y definitivo, la
ciudad le regalaba cada día una pequeña sorpresa en forma de tiendas que habían
abierto o cerrado o de árboles que habían florecido; anuncios distintos
en las marquesinas o conductores nuevos en el autobús; pájaros picoteando algo
en el suelo u olores que surgían por una ventana.
Y un día… lo encontró.
Esta entrada participa en la convocatoria #relatosCamino de @divagacionistas