domingo, 13 de abril de 2025

Colegio

Uno de mis paseos habituales me lleva por una zona que me trae recuerdos del colegio. No de mi primer colegio, el que mencionaba en la entrada anterior, sino del segundo, en el que estuve siete cursos. Paso de vez en cuando por delante del edificio que ya hace muchos años dejó de albergarlo. Buena parte de los alumnos vivíamos más o menos cerca e íbamos andando desde nuestras casas. Y recuerdo perfectamente los portales y las viviendas de algunos compañeros.

Carmen estuvo tres años en mi clase. Vivía en un chalet en la calle D..., alquilado por sus padres. Tenía jardín, piscina compartida con otros y un garaje donde hicimos muchas fiestas en nuestra adolescencia. Fue su hogar hasta que los dueños lo reclamaron para un familiar, creo. En realidad volvieron a alquilarlo. Hace unos años se convirtió en una guardería. La última vez que pasé por delante lo estaban derribando.

Cecilia vivió con su familia en la calle S... Llevaban bastantes años ya en España. Eran cuatro hermanos, la segunda estaba en la misma clase que mi hermano mayor. Recuerdo pocas cosas pero jamás olvidaré que en su casa vi por primera vez una cobaya. La llamaban Ñatón.

El padre de Inés, diplomático, alquiló un piso en el paseo H... durante el tiempo que estuvo destinado en Madrid. Había estado en otros países antes. Uno de los hermanos pequeños había nacido en Japón y otra en no sé qué país europeo. No recuerdo si estuvo uno o dos años en el colegio. Hicimos buenas migas. Hablaba español muy bien aunque no era su lengua materna. Me pregunto qué otros idiomas conocía.

Cristina vivía en la calle D... No recuerdo si estuve en su casa alguna vez pero su entrada ajardinada y su portal eran y siguen siendo inconfundibles. Tenía una cuesta arriba bastante empinada para ir al colegio, que evidentemente era una maravillosa cuesta abajo para volver.

José Antonio vivía mucho más cerca de mi casa que todas ellas, en la calle P... Eran tres hermanos, todos muy distintos de aspecto y de carácter, o eso me parecía a mí. Él llevaba una colonia de adulto que olía de maravilla. Todavía la reconozco cuando alguien que la usa pasa por mi lado.

Con Dulce y Alejandra coincidí muy poco tiempo en el colegio. Volvieron a Guatemala, de donde habían salido en tiempos duros de gobierno militar... que todavía seguían cuando regresaron. Durante algún tiempo, no mucho, me carteé con ellas.

Sara, Isabel y otra Cristina también vivían por la zona pero no sabría decir dónde. En general, al salir de clase los alumnos nos dividíamos en grupos que iban calle arriba, calle abajo o por la perpendicular; luego nos íbamos disgregando. Algunos cogían el autobús y a unos pocos los venían a buscar. Eran tiempos en los que con doce años los padres nos dejaban ir y volver solos. Yo tenía varios hermanos en el colegio pero ya en la adolescencia preferíamos ir con nuestros amigos y no juntos. Después se sumaron los más pequeños y tuvimos que responsabilizarnos de llevarlos de la mano hasta que tuvieron edad para ir por su cuenta.

Guardo muchos recuerdos de mi infancia y mi adolescencia. Tenía muy buena memoria. Siento decir que ahora ya no.


lunes, 31 de marzo de 2025

Charcos



El colegio al que iba de niña estaba a lo que ahora son diez minutos andando y entonces, con mis piernecillas, también eran diez minutos porque mi madre nos llevaba al galope. Básicamente había que recorrer dos calles y, entre ellas, un parquecillo y una especie de plaza que por algún motivo tenía el suelo no de tierra sino de lo que a mí parecía carbón, aunque probablemente fueran restos de asfalto no compactados.

El caso es que, cada vez que llovía, se formaban en esa placita grandes charcos redondos, profundos y negros. Y yo, que nunca he sido muy de pisar charcos (ni literal ni metafóricamente), hacía virguerías para sortear los grandes y saltaba limpiamente los pequeños.

No recuerdo cuándo se decidió el ayuntamiento a pavimentar la plaza. Fue, eso sí, tiempo después de que yo dejara de ir al colegio. Ahora es un rinconcito agradable, con árboles y bancos, muy distinto de aquel hostil parche negruzco en mitad de mi camino a clase.

A cambio, cada vez que llueve, mi trayecto, sea cual sea, se llena de charcos aún más hostiles: los que se forman en la calzada al pie mismo de la acera. Sí, esos charcos que los vehículos convierten en olas agresivas al lanzarlos con su velocidad sobre los que esperamos el autobús o que se abra el semáforo.

Y sigo haciendo lo mismo, salvarlos de un brinco. Sí, a mi edad, sin importarme que me miren ni lo que piense la gente, soy capaz de dar un salto suave, elegante, sin apenas tomar impulso, y aterrizar en el borde contrario.

Es una de las pocas facetas divertidas que aún le encuentro a la lluvia.


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lunes, 24 de febrero de 2025

Ser realista

Soy una persona muy realista. Es bueno para moverse por la vida. No me hago ilusiones sobre aquello que no está en mis manos, pocas si está en las de otros, y ninguna si depende del puro azar. No me engaño en cuanto a qué puedo esperar de aquellos a quienes conozco. No fantaseo con seres invisibles, soluciones mágicas a los problemas o cambios radicales de las personas.

Cuando hablo con un médico, quiero saber todo lo que me pueda decir. Si la situación es buena o mala, sencilla o complicada, prefiero saberlo. No entiendo a la gente que elige la ignorancia pensando, como los bebés, que lo que no se ve no existe.

Sé el dinero o el esfuerzo que cuestan las cosas. No espero que nada me llegue como llovido del cielo. No cuento con que nadie haga por mí lo que normalmente no hace por los demás. No doy por hecho que todo saldrá bien si ese salir bien depende de la suerte, de la casualidad o de la buena voluntad ajena.

Todo esto, claro, en la vida real.

Luego están los sueños. No los que me abordan cuando duermo, sino los que moldeo mientras espero a caer dormida.

Entonces lo improbable, incluso lo imposible, cobran vida en mi pensamiento. Me abrazo a seres queridos que no están conmigo, hago planes para gastar un premiazo de la lotería que jamás me ha tocado y remodelo cerebros ajenos hasta que me dan la razón.

No tengo la esperanza de que algún día esos pensamientos se hagan realidad. Pero ¡cómo los disfruto!



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lunes, 27 de enero de 2025

George

Era el año 2005, la mayoría de los teléfonos móviles aún no hacían fotos, no tenían conexión a internet, a los viajes te llevabas la cámara (ya para entonces digital, sí) y no había forma de hacerse selfis salvo a ciegas. Habíamos hecho una escapada a Venecia. Como por mi parte era la tercera vez que visitaba la ciudad, no tenía tanto interés en hacer todas las turistadas. Pero sí era la primera ocasión en que estaba allí coincidiendo con el festival de cine. Una tarde me puse un vestido de tirantes, las sandalias más cómodas, las gafas de sol y nos cogimos el vaporetto hasta el Lido. Estábamos dejándonos seducir por el ambiente cuando de pronto oímos voces excitadas de fans diciendo que iba a llegar George Clooney.

No soy mitómana y desde la adolescencia no pierdo la cabeza por un famoso. Pero George Clooney me parecía enormemente atractivo y merecía la pena verlo de cerca para comprobar si en persona estaba igual de estupendo que en pantalla. Nos apalancamos ante la alfombra roja, en una segunda fila tras la cual pronto se acumularon muchas más.

Y llegó él, con un paso ligero que se vio forzado a frenar ante la avalancha de peticiones de autógrafos y manos que buscaban estrechar las suyas. Tuve solo un momento para decidir qué hacer: sacarle una foto o darle la mano (lo de que mi acompañante intentara hacerme una foto en la que saliéramos los dos lo descarté: no me fiaba).

Preferí la foto. Mi mano, una entre docenas, podía no llegar a rozar la suya, y en realidad tampoco me importaba. Pero un primer plano suyo en mi carpeta de fotos de Venecia me recordaría para siempre el momento en que me vi envuelta en una marea de fans en éxtasis y sobreviví.

Y aquí dejo la prueba.








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martes, 24 de diciembre de 2024

Generosidad

He conocido en mi vida a personas tremendamente generosas. Personas que piensan en otras antes que en sí mismas. Quizá no siempre en cualquier otra, pero desde luego sí en los suyos.

Y he conocido muchas formas de generosidad. Una es el compromiso. Esa persona que no se separa de su pareja ni en los peores momentos, cuando ya no recuerda quién es ni quiénes son los demás, o cuando la enfermedad borra de golpe todas las alegrías. Esos padres que lo dan todo por sus hijos, incluso si esos hijos se empeñan en tirar sus vidas por la borda.

Hay quien es generoso con su tiempo: está siempre ahí cuando lo necesitas, te escucha tanto como necesites hablar, te brinda su compañía sin racanear.

He conocido a personas generosas con sus conocimientos, dispuestas a echar una mano a quien no entiende lo que tiene entre manos, felices de dar explicaciones a los que no se enteran y de orientar al que se ha perdido.

Están, claro, las personas generosas con lo material: las que invitan, hacen regalos, pagan lo que otras no pueden permitirse... y siempre sin hacerles sentir que quedan en deuda.

Existen seres generosos con su intimidad, que te abren sus puertas, te acogen, te hacen sentirte como en casa, te dan acceso a su mente y a su corazón.

Y se puede ser también generoso con los recuerdos. Ser capaz de olvidar lo malo de los demás y tener presente solo lo bueno. No guardar rencor, no llevar la cuenta de los agravios, no alimentar resentimientos.

Está a punto de empezar un nuevo año. Estrenad el calendario con la decisión de ser generosos y de apreciar la generosidad, no solo la ajena, también la vuestra. Sed conscientes del valor de lo que dais desinteresadamente. Aunque no se compre con dinero. Sobre todo si no se compra con dinero.

lunes, 28 de octubre de 2024

Variaciones

Había un matiz ligeramente obsesivo en su empeño de no ir todos los días por el mismo camino. Había una necesidad insuperable de variar, una resistencia a que la rutina fuera completamente rutinaria.

Los trayectos posibles no eran infinitos pero sí suficientes para darle la sensación de que podía improvisar. Elegir entre dos calles paralelas, girar por la primera esquina o por la segunda, coger un autobús u otro, bajar en una parada u otra, andar un tramo al principio o en medio o al final…

No sabía qué esperaba encontrar, o a quién. Sí era consciente de estar buscando. De necesitar. De confiar, poner de su parte y esperar.

Iba de casa al trabajo, del trabajo a casa; iba a hacer la compra, al médico, de tiendas, de paseo, a comer con amigos, al cine, a hacer deporte. Y aunque lo importante era el destino, lo emocionante era el camino.

Mientras esperaba el encuentro mágico y definitivo, la ciudad le regalaba cada día una pequeña sorpresa en forma de tiendas que habían abierto o cerrado o de árboles que habían florecido; anuncios distintos en las marquesinas o conductores nuevos en el autobús; pájaros picoteando algo en el suelo u olores que surgían por una ventana.

Y un día… lo encontró.



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lunes, 30 de septiembre de 2024

Una nota

Me he sentado en el umbral de tu puerta para escribirte una nota.

He venido a visitarte sabiendo que no estarías en casa. Creo que, en el fondo, escogí el día y la hora en que pensé que nadie me abriría la puerta.

Nunca he sido cobarde, soy perfectamente capaz de decir las cosas a la cara, las agradables y las molestas. Pero conozco a quienes prefieren rehuir los diálogos incómodos.

Y no es que fuera a decirte nada incómodo. He venido a despedirme.

No sé a dónde me lleva mi camino actual, pero es decididamente cuesta abajo. Lo agradezco. El cansancio me pesa mucho para subir por rutas empinadas. Salvo que fuera de tu mano, pero te soltaste de ella demasiadas veces.

No he pisado este umbral lo suficiente como para conocer el hogar al que da paso. Sabía que nunca sería mi hogar, nunca querrías que lo fuera.

No sé qué más escribir. No tengo nada que decirle a una puerta cerrada, a una casa vacía.

Doblo el papel, lo deslizo por la rendija, junto al pomo.

Se me resbala la mano y, sin querer, pulso el timbre.

Y huyo, porque en realidad sé que sí estás en casa. 



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosUmbral de @divagacionistas.

lunes, 29 de julio de 2024

Irse a negro

Si trabajáis en televisión o en cine, sabréis que el negro tiene un significado específico. La pantalla se va a negro por un motivo concreto, a veces buscado y otras indeseado. Hablemos de ello.

Una frase nada inhabitual en los guiones cinematográficos es "Fundido a negro". La imagen se oscurece hasta dejar paso a una negrura total. Se puede utilizar por muchas causas. Un motivo habitual para fundir a negro es separar una parte de la historia de otra, algo que añade dramatismo a la transición. Otro uso, si se trata de un plano subjetivo, es para indicar que el personaje se desmaya o que lo han dejado inconsciente, que ha muerto o simplemente que ha cerrado los ojos. También se puede usar para omitir algo terrible, truculento, como un asesinato.

En la ficción televisiva su empleo es similar. En los informativos no se suele utilizar; es más, se rehúye. La información es algo ágil, que no se detiene, y dejar la pantalla en negro desconcierta al espectador, que no entiende qué está pasando.

Por eso una de las pesadillas de las cadenas de televisión es "irse a negro". El negro en la tele es como el silencio en la radio: mala señal. Si se ha ido a negro, algo ha fallado.

O alguien ha cortado la emisión, como en aquella histórica huelga general en España el 14 de diciembre de 1988. A medianoche, la televisión se fue a negro. Aquello sigue siendo un símbolo.



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Noche

En la oscuridad de la noche todo da más miedo.

Un ruido al que no prestarías atención en pleno día te resulta inquietante si no ves lo que lo produce. Tu propia casa, donde vives a gusto y feliz, puede llenarse de sombras sospechosas. En cualquier lugar inocente puede ocultarse algo amenazador, por mucho que te repitas que si no estaba allí antes, no puede haber aparecido de la nada ahora.

Las preocupaciones se agrandan en el momento en que apagas la luz, cierras los ojos y tratas de dormir. Tienen una especie de bula para sortear el sueño y ocupar el primer plano de tus pensamientos, desalojando todo lo demás. No hay descanso. El cerebro intenta aclararse, pero la claridad no siempre llega.

La enfermedad repentina parece más grave cuando todo es negrura y silencio. Te incorporas en la cama y la angustia pesa más que si hubiera sol en el cielo y gente por la calle. Dudas de qué hacer, si salir corriendo a urgencias o esperar a ver cómo evolucionan las cosas. En el momento de pisar el hospital, iluminado y activo, el terror empieza a dejar paso al alivio, aunque todavía nadie te haya examinado.

Por la noche la soledad crece, se vuelve densa y agobiante. Si la persona a quien querrías tener cerca está lejos, la oscuridad se convierte en un océano ancho y profundo cuyas orillas no ves.

Pero no todo en esa negrura es malo. Sin la noche no veríamos las estrellas. Y si el cielo no se volviera negro, la promesa del amanecer no lo teñiría de rosa.


Esta entrada participa en los #relatosNegro de @divagacionistas

lunes, 24 de junio de 2024

Envejecemos

Me crucé el otro día con un compañero. Trabajamos juntos un par de meses hace años y desde entonces nos tenemos un sincero aprecio aunque nos vemos poco. En aquel tiempo empezaban a asomarle canas en su morena cabeza. Ahora tiene el pelo casi blanco, algunas arrugas en la cara y unos kilos más en el cuerpo. Y a mí me resulta más atractivo que entonces. Hay otro compañero que se acaba de jubilar y ha puesto en redes fotos de sus cuatro décadas de profesión. Pues yo le veo mucho más interesante ahora, con todo el pelo y la barba blancos y el peso de los años en la postura, que cuando era joven. Hace una semana coincidí con una compañera ya jubilada. Llevaba el pelo algo descuidado y un vestido holgado disimulaba su ensanchado perímetro. Pero tenía una cara relajada y feliz que resplandecía.


Son solo tres ejemplos con los que quiero deciros: me encanta veros envejecer. La vida os arruga, os aja, cada vez vais menos erguidos y perdéis la línea... y, sin embargo, sois más personas, más sabios, la experiencia vital os deja huellas -tristes o alegres- que os hacen merecer más la pena.

Me peleo a diario con mi envejecimiento. La edad es desgaste, la edad roba fuerzas, la edad acerca el momento de dejar de existir. En mí no me gustan sus huellas. Tendría que aprender a mirarme a mí misma como os miro a vosotros.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosEdad de @divagacionistas

lunes, 27 de mayo de 2024

Cómo...




Cómo mirarnos otra vez
con los ojos de antes…
 
Esa maravilla de encontrarte reflejado en otro
y lanzarte al universo inexplorado
de tu, quizás, alma gemela.
Ese miedo a no cumplir expectativas
y esa esperanza de no tener que cumplirlas,
de que baste con ser tú
para merecer un amor incondicional.
 
Cómo dar marcha atrás de los desengaños,
los sufridos y los ocasionados,
ahora que has descubierto lo que había
detrás del velo bordado de diamantes.
 
Cómo perdonarte haber errado
al imaginarle al otro cualidades anheladas;
cómo reconocerle poseedor
de muchas otras, reales y hermosas.
 
Cómo no entristecerte constatando
que nada salió como quisiste,
sobre todo ahora, viendo
el vacío inmenso de soñar despiertos.
 
Cómo lamerte las heridas
sin indignarte por el dolor y la sangre,
sin inundarte de lágrimas y rencor,
pensando solo que la vida pasa,
que el tiempo cura.
 
Cómo recuperar la confianza
en uno mismo y en los demás,
vencer el cinismo, el desdén, el recelo,
recoger los pedazos,
ponerte en pie sobre huesos ya viejos
y encontrar el resquicio por donde asoma
esa versión adolescente de tu alma
dispuesta a lanzarse al vacío por amor.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosResquicios de @divagacionistas

lunes, 29 de abril de 2024

Un solo dedo

Me habían ofrecido visitar aquel centro médico junto con otros periodistas. Nos llevarían en visita guiada por las instalaciones, nos hablarían de las técnicas que utilizaban, de los protocolos, las investigaciones, y responderían a todas nuestras preguntas. Era una oportunidad para informarme pensando en un posible reportaje. Y el tema me interesaba mucho. Acepté. Sabía lo suficiente sobre ello como para distinguir la información de la publicidad interesada que sin duda aparecería en algunos momentos, o eso esperaba.

Nuestro anfitrión era un renombrado especialista a quien había entrevistado recientemente. Su campo de investigación era cada vez más demandado y la clínica era puntera. Desde el primer momento noté que habían preparado concienzudamente la visita. En cada zona encontrábamos un profesional especializado en un ámbito concreto que nos daba explicaciones de profundidad y complejidad acordes a nuestro nivel de conocimiento previo. Para terminar, nos reunieron en una sala en torno a una gran mesa con todos aquellos expertos y pudimos plantear dudas y preguntas.

Tengo que confesar que uno de ellos, de edad similar a la mía, moreno y con un discreto atractivo, me había llamado la atención durante la visita. Lo encontré sentado a mi lado en la mesa. Nos sonreímos. La luz se atenuó para permitirnos ver proyectadas algunas imágenes explicativas. Empezaron las preguntas. En respuesta a la mía, mi vecino inició una explicación. Y mientras hablaba, pasó suavemente un dedo por el dorso de mi mano, apoyada en la mesa. Dirigía sus palabras a todos, hablaba y miraba a todos, pero aquel roce era solo para mí.

La sorpresa me dejó inmóvil. Era algo muy sensual pero nada discreto a pesar de la penumbra. Pensar que todos estarían viéndolo me impidió disfrutarlo tanto como hubiera deseado. Duró unos pocos segundos. No hubo más. Al terminar la ronda de preguntas, nos levantamos para despedirnos. Él y yo nos miramos fugazmente a los ojos y volvimos a sonreír.

Nunca le volví a ver. No recuerdo su nombre ni su cara. Solo aquel roce delicado, excitante, breve. Se arriesgó a que no me gustara y reaccionara con indignación. Pero me gustó. El toque mágico de un solo dedo sigue imborrable en mi memoria.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRoce de @divagacionistas.

lunes, 1 de abril de 2024

A través de sus ojos

 


Si quieres reírte de ti mismo, prueba a verte a través de los ojos de un niño.

Hace siete años estábamos toda la familia celebrando el cumpleaños de una de mis sobrinas en el chalet de sus padres. Acababa de empezar el otoño y los niños jugaban en la piscina mientras los adultos vagueábamos en tumbonas tomando el aperitivo. La conversación llevó en un momento dado a una de mis cuñadas a contar que el 18º cumpleaños de su hija mayor la había hecho sentirse vieja, ¡tener una hija mayor de edad! Empezamos a hablar del paso del tiempo, de lo que nos hacía sentirnos viejos... vaya, que nos pusimos trascendentes.

Horas después, ya de noche, volviendo a casa con mi madre, mi hermana y mis dos sobrinos más pequeños, comentábamos cosas de la jornada. De pronto la peque, siete años tenía entonces, me dice: "Esta eres tú", se recuesta, hace como que da un trago a un vaso, entrecierra los ojos y suelta: 'Ah, la vida...'

No pude evitar reírme a carcajadas. Le pedí que repitiera esa imitación de mí para grabarla en vídeo. Jugando y todo, se fijaba en lo que decíamos los mayores y nos calaba perfectamente. Hablábamos de cosas que a ella le sonaban lejanas, quizá ni las entendía y desde luego, no les daba importancia, pero notaba que nosotros sí. Su resumen: charlábamos sobre "la vida" y en un tono nostálgico propio de viejunos.

Tenía siete años y ya era así de lista. Ahora que cumple catorce escribo esto porque ella ya no se acordará, pero yo no lo olvidaré nunca.

lunes, 25 de marzo de 2024

Libros

Le falta atención, no ha aprendido a concentrarse, se distrae con facilidad, tiene poca constancia, es una niña algo dispersa... Sus padres habían oído estas explicaciones muy a menudo en los pocos años de vida de la hija. Como era la primera y tampoco tenían sobrinos con quienes compararla, habían terminado creyendo las conclusiones, primero, de los abuelos; después, del personal de la guardería, y ahora, de los profesores.

Porque a ellos les había parecido normal que en casa la pequeña se rodeara de todos sus juguetes y le dedicara a cada uno un momento de atención antes de pasar al siguiente, o que fuera de amiguito en amiguito en el parque, o fuera mirando sucesivamente los adornos de la casa, o las fotos, o los canales de televisión...

En realidad era una niña curiosa y extraordinariamente rápida en decidir si algo tenía suficiente interés para absorberla. Con cinco años, pocas cosas lo habían conseguido.

Hasta que aprendió a leer.

El día en que cogió un libro y supo entender, una tras otra, las seis breves frases que acompañaban a los dibujos, volvió a empezar y las releyó una vez, y otra, y otra.

Porque el mundo exterior, en ese momento, había desaparecido.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosDesaparecer de @Divagacionistas

martes, 2 de enero de 2024

Reinicio

El comienzo del año no tendría nada especial de no ser por su simbolismo. Los comienzos están llenos de promesas porque nos hacen pensar en un horizonte virgen, en un camino sin pisar, en una hoja en blanco sobre la cual empezar a escribir algo nuevo. Y a ciertas alturas de la vida, cuando una se ha hecho mil veces la ilusión de que empezar es más fácil que continuar porque se toma un nuevo impulso, el inicio de un año es en realidad un reinicio. Volver a hacerse la ilusión de, esta vez, poder.

Con los ojos de la cara cerrados pero el cerebro despierto, das vueltas en la cama y todo parece fácil: dejar atrás lo que debió haber quedado atrás hace tiempo, emprender lo que deseaste emprender incontables veces, incluso encontrarte de cara la suerte que en otras ocasiones te fue adversa. Mientras remueves el café del desayuno te dices: si es posible lograrlo y me hará sentirme mejor, ¿dónde está el fallo?

El fallo está en la diferencia entre proponerse algo y llevarlo a cabo. Lo primero nos exige solo un minuto; lo segundo, un esfuerzo sostenido. Y mantener el impulso después de haber cogido carrerilla y saltado el primer día del año no es fácil: están la gravedad, el rozamiento, a menudo el viento en contra, incluso quien te pone la zancadilla.

El truco es contar con todo eso antes de saltar y ser realista en cuanto a nuestras fuerzas y la dificultad y el alcance de nuestro salto. Y si, previsiblemente, de un solo brinco no se va a llegar, plantearse cuántos serán necesarios, dosificar el esfuerzo, buscar puntos de apoyo intermedios.

Perdonadme el rollo. Podría haberlo escrito solo para mí, pero compartiéndolo me siento acompañada en mi reinicio.

Y en el fondo, lo que queremos todos es solo... ser más felices.

martes, 19 de diciembre de 2023

Asuntos pendientes

No necesito que una inteligencia artificial prediga mis probabilidades de morir en un futuro próximo. Ya dejé atrás la mitad de lo que, según las estadísticas, es mi esperanza de vida. Por eso hago lo que la mayoría hace en mi caso: intento no agobiarme pensando que no me quedan tantos días por vivir como los que ya he gastado; y a la vez trato de ir tachando líneas de mi lista de asuntos pendientes, tareas inacabadas y anhelos incumplidos.

Esto último es lo más difícil. Si no he logrado cumplirlos hasta ahora no será porque no lo haya intentado sino porque he fracasado. Enfrentarse al fracaso y analizar sus causas no es fácil ni siquiera en la edad madura. Se tiende más a responsabilizar a otros o a la mala suerte que a uno mismo. Pero hacerse trampas al solitario a estas alturas de la vida es una estupidez.

El balance no es malo en general, solo en algunos apartados concretos. Y como tendemos a dar por descontado lo que ya tenemos y quizá incluso a infravalorarlo, hay que repetirse con frecuencia: esto lo conseguí por mis méritos y he logrado mantenerlo, de modo que debo disfrutarlo con plena consciencia.

¿Y lo que nunca he alcanzado? Es cuestión de decidir si se tienen fuerzas y ganas para seguir persiguiéndolo, y de analizar objetivamente si es factible tener éxito. Si no se tienen y no es factible, mejor tacharlo de la lista definitivamente.

Pronto llegará el nuevo año, esa fecha mágica en que uno se hace la ilusión de que empieza algo y, como por ensalmo, tiene más opciones de hacerlo bien. Prepararé mi lista de propósitos, pero esta vez con más realismo.

lunes, 27 de noviembre de 2023

Memoria externa

Yo tenía memoria externa mucho antes de tener ordenador o pendrives: desde los 14 años escribo un diario en papel. Creo que por ahí me empezó a llegar el convencimiento de que mi profesión debía tener como elemento esencial el escribir.

Otra memoria externa han sido los álbumes de fotos. Las caras, las imágenes en general se nos vuelven borrosas o confusas con los años. Una foto no solo mantiene vivo el recuerdo del lugar o la persona sino el de las circunstancias que rodearon aquel instante.

He guardado también cartas y postales. Soy de una generación que ya viajaba antes de que existieran el correo electrónico o los mensajes al móvil. También soy de las idiotas que se han enamorado hasta el tuétano de alguien que vivía lejos, y no una vez sino varias. Si es vuestro caso y no habéis recibido nunca una carta de amor, dejad de videollamaros y escribid. Es mágico.

Guardo en el trastero cosas que olvido que existen hasta que entro allí a buscar algo. Abrir una caja y encontrar una medalla ganada en un concurso escolar, una manualidad hecha en clase o el primer puzle que terminé me permite recuperar sensaciones casi desaparecidas.

Hasta una colección de llaveros tengo allí guardada. Y de cada uno (y son más de trescientos) sabría decir ahora mismo cómo y dónde llegó a mis manos.

Luego están los olores. El de esa colonia que asocias a tal o cual persona te la trae de nuevo. Sin embargo, el de la propia persona, o el de aquel gatito que se echó mil siestas junto a tu cara, ya no volverás a olerlos. Eso no hay pendrive que lo conserve.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosMemoria de @divagacionistas

Recuerdos navideños

Estando tan próximos a las fiestas navideñas, me vienen a la cabeza muchas imágenes imborrables de esos días en mi infancia.

Recuerdo ir con mi padre y los únicos dos hermanos que tenía entonces por una calle Mayor cubierta de nieve pisoteada. Recuerdo ir mirando hacia abajo para no resbalar y ver mis pies metidos en unas botas de agua blancas (creo que son las únicas que tuve en mi vida) que no me aislaban del frío. Luego, de pronto, la plaza Mayor apareciendo ante mí como un paraíso de luces, colores y voces alegres. Era como un parque de atracciones, con docenas de puestos de venta brillantes de espumillón y fragantes de musgo. Compramos algo de corcho, musgo y alguna figurita para el belén. Y lo tocamos todo.

Recuerdo una nochevieja en que vinieron a casa algunos de mis tíos y primos, algo muy poco habitual. Mi tía trajo las uvas en paquetitos individuales de papel de aluminio, y recuerdo haberme preguntado con preocupación si tendría que comérmelas así, sin quitarles las pepitas.

Recuerdo una noche de reyes en que nos dispusimos a ir a la cabalgata. Como mi madre siempre tuvo una incompatibilidad insalvable con la puntualidad, llegamos cuando ya había terminado de pasar, y recuerdo mi decepción al cruzarnos en la Gran Vía semivacía con la gente que regresaba a casa alegre, emocionada, risueña.

Y, sobre todo, recuerdo las mañanas de reyes. Mis padres siempre fueron partidarios de que nuestra primera impresión no consistiera en cajas cerradas y envueltas, no: nosotros entrábamos en el salón y era como vernos transportados a una juguetería-librería. Las muñecas, los juegos de construcciones, los patines de ruedas, los libros de cuentos, incluso un año un tren eléctrico... todo nos mostraba su cara multicolor. El año en que todos pedimos bicicletas fue la bomba, aunque también el fin de la ilusión de que existían aquellos seres mágicos, pues mis padres no tenían forma de esconder tres bicis y un caballito y nos los encontramos en casa poco después de año nuevo. Bueno, más días de vacaciones para disfrutarlos.

Recuerdo, ya por último, que el uno de enero en mi casa se escuchaba el concierto desde Viena y se veían los saltos de esquí. Es una tradición maravillosa que he seguido manteniendo.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosMemoria de @divagacionistas

lunes, 30 de octubre de 2023

Configuración

Leí a alguien no hace mucho (en esa red de la que todos parecen huir) decir que desearía no sentir la necesidad de seguir la actualidad constantemente… ni sentirse culpable por desearlo.

Esa mezcla de adicción y obligación podría aplicárseme. Lo que surgió cono necesidad para desempeñar mi trabajo ha terminado siendo mi rutina vital, por esclavizante que me resulte.

No solo la actualidad me mantiene cautiva. Cada cosa que he visto, escuchado, aprendido desde el primer día de mi vida ha ido configurando mi forma de percibir la realidad.

Mi padre trabajó en televisión, cine y teatro, y me transmitió inconscientemente su visión profesional. Mi cerebro ve los saltos de eje, las faltas de raccord, los contrapicados... llama forillos a los forillos y voz en off a las voces en off. Como otros miembros de la familia que hemos hecho carrera en el mundo audiovisual, me es imposible no notar cuando un plano salta o un encuadre indica que algo importante sucede fuera de plano.

Me ocurre también con la gramática y la ortografía. Lo de la ortografía nos pasa, creo, a quienes hemos leído mucho desde pequeñitos, y me refiero a libros bien editados, bien corregidos. Lo de la gramática tiene su historia. En clase de lengua, hacia los 14 años aprendí el análisis sintáctico de las frases; me costó mucho, pero un día de repente lo vi claro y desde entonces soy incapaz de no verlo. Tanto que me dan puñetazos en ojos u oídos todas las incorrecciones.

Más condicionamientos: la primera vez que recurrí a alguien de fuera de mi familia en busca de ayuda me mandó a paseo. Tendría yo unos cuatro años. Un chico del cole me dijo que éramos novios, pero en cuanto fui a quejarme de que una niña me había pegado, debió de considerar que si el noviazgo implicaba obligaciones no merecía la pena. Tonta de mí por haber interpretado así las cosas. Desde entonces siempre he intentado ser autosuficiente.

Y otro para terminar: la primera vez que me enamoré, la persona con quien hacía planes de futuro me dejó tirada sin previo aviso ni explicaciones. Fallo mío también por esperar coherencia y compromiso de otro ser humano. Ya no lo hago.

En resumen: nuestro cerebro es muy plástico pero lo que se fija en él se fosiliza y va construyendo el molde en que terminamos confinados. No es una queja. Si no fuera así, no sabríamos quienes somos.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosCautividad de @divagacionistas

lunes, 25 de septiembre de 2023

Inercia

Casi nunca ponía el despertador. Por lo general abría los ojos a la hora en que comenzaban los informativos matinales de las emisoras de radio. Le bastaba apretar el botón porque escuchaba siempre la misma. Cuesta una barbaridad acostumbrarse a un esquema nuevo, se decía. Lo cómodo era saber en qué momento daban la información meteorológica, el resumen de prensa o la situación del tráfico en su ciudad.

Remoloneaba en la cama un buen rato antes de lanzarse a por el café. Sacaba su taza, su cápsula, el cartón de leche, las galletas. Mientras la leche se calentaba en el microondas, la cafetera ya estaba lista y ella ya había sacado sus pastillas, la cucharilla, llenado el vaso de agua, siempre la misma rutina.

Llevaba años usando el mismo champú y el mismo gel de baño. Empezaba a lavarse pasando la esponja por el brazo izquierdo y terminaba en el talón del pie derecho. Se secaba también siguiendo un orden. Iba a trabajar por el mismo camino y bajaba a comer con la misma gente desde hacía una eternidad. Por las tardes, lunes y miércoles, gimnasio; martes y jueves, piscina. Viernes, compras, cine, cena o copas, según surgiera. Ese era el único resquicio de imprevisión en su vida.

Empezó una relación con un compañero de trabajo que consiguió integrar en su esquema vital sin apenas flexibilizar nada. Hacerle sitio en el armario, incorporar sus gustos a la compra del supermercado y organizar los turnos de la ducha fue sencillo. Él se apuntó a su gimnasio y ella cambió la piscina por las partidas de pádel con él.

La vida avanzaba cómodamente en medio de la monotonía. Un día le pilló una mentira, la excusa que le había dado para no ir al gimnasio y llegar tarde a cenar, aun sin ser rebuscada, le pareció poco creíble y no fue difícil comprobar que no era cierta. Sin embargo, la inercia la llevó a tragar con aquella primera infidelidad, ¿para qué armar un escándalo si seguía a gusto con él?

Tragó también cuando empezaron los comentarios desagradables. Y cuando llegaron los reproches por cosas que eran en realidad responsabilidad de él. Aguantó sus arranques de frustración cuando lo echaron del trabajo. Miró para otro lado cuando se escondía en el baño para responder mensajes en su teléfono.

La inercia que le hacía la vida más fácil se la hacía, a la vez, más fea.

Hasta aquella llamada del médico.

Fue el revulsivo. Pruebas, diagnóstico, miedo, tratamiento, sentirse enferma, sentirse sola, pensar qué había hecho con su vida, mejoría, esperanza, recuperación.

En seis meses todo había pasado. Y todo había cambiado. Nunca más aceptaría que un día fuera igual al anterior y al siguiente. Jamás volvería a tragar lo intragable. Rebelarse era un esfuerzo, pero la vida que se estanca o se pudre no es vida.

Sobrevivir a la inercia fue difícil. Pero fue el mayor logro de su vida.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosSobrevivir de @Divagacionistas

lunes, 29 de mayo de 2023

Fosforescente

No me da miedo la oscuridad, me da miedo no ver.

Desde niña, uno de mis grandes temores ha sido quedarme ciega. Me gusta la oscuridad para dormir, pero siempre tiene que haber un poquitín de luz, algo insignificante, como la que se cuela por una rendija de la persiana o debajo de la puerta. Soy consciente de ello desde el episodio que voy a narrar.

Tendría yo cinco años cuando mis padres nos llevaron a los tres hermanos que éramos entonces (a los otros dos les faltaba un tiempo para existir) a un hotel cercano a una playa gaditana. El hotel estaba formado por chalecitos de dos pisos. En el de abajo estaban el salón y la cocina (allí aprendí a disolver el colacao en un poquito de leche fría antes de llenar el vaso). Y en el de arriba, los dormitorios y el baño.

La primera noche caí rendida, supongo. Me desperté de madrugada y todo estaba completamente oscuro. Mis padres debían de haber bajado del todo las persianas para que no nos despertara el temprano amanecer veraniego. El caso es que abrí los ojos y no vi absolutamente nada. Y me entró el pánico. No recuerdo si grité o lloré o me levanté, pero al momento estaba allí a mi lado mi hermano mayor. Le dije que no veía nada, que estaba todo negro. Entonces él me enseñó la esfera de su reloj.

Era un reloj moderno para aquella época, con una correa de metal cuyo trenzado lo hacía elástico (recuerdo que te pellizcaba la piel y te pillaba los pelillos del brazo), y con una esfera blanca en la que las manecillas y los marcadores de las horas eran fosforescentes.

Y allí me quedé yo, mirando fijamente aquellos puntitos verdes, hipnotizada, hasta que me dormí. Fue la primera luz que me quitó el miedo, la primera que sentí que necesitaba, la primera que convirtió una oscuridad impenetrable en un lugar seguro.


Esta entrada participa en los #relatosLuz de @divagacionistas

lunes, 24 de abril de 2023

Eso sí que sería magia

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que al inyectarte unos mililitros de líquido con una aguja finísima pudieran meterte, no un microchip para controlarte sino unos nanorrobots que permitieran a los médicos conocer de inmediato qué está fallando en tu cuerpo, ahorrándote así muchas pruebas, muchos meses de espera y mucho sufrimiento; y posibilitaran la curación inmediata.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que gobiernos de todo el mundo se pusieran de acuerdo, no para ocultar que en realidad nunca pisó la Luna ningún ser humano, sino para dedicar un inmenso esfuerzo conjunto a solucionar en una década los problemas de hambre, enfermedad, contaminación y calentamiento en todo el planeta.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que cuando los políticos hablan de diálogo se refirieran, no a lanzarse monólogos y despreciar cada uno los de los otros, sino a intercambiar ideas y opiniones con la mente abierta y sin prejuicios, cálculos electorales o presiones de grupos de interés.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que Musk, Bezos y cualquier millonario con capacidad de desarrollar tecnología aeroespacial llevara a un par de miles de kilómetros de altitud a todo aquel que lo necesitara para comprender que no existen fronteras, que el clima es global, que la Tierra es el único lugar donde las especies vivientes que conocemos pueden sobrevivir y que nos la estamos cargando.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Que todo el mundo detectara una mentira, un vídeo o foto manipulados, una falsedad difundida para beneficiar a algunos, un intento de manipularnos... y que los rechazara de plano.

¿Sabes lo que de verdad sería magia? Dormir de un tirón todas las noches, despertarme sin que me doliera nada y verte a mi lado.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosMagia de @divagacionistas

lunes, 27 de marzo de 2023

Novelando

Empezó a escribir aquel diario porque una tía suya le había regalado por su cumpleaños un cuaderno tan bonito que parecía un libro de lujo con las páginas en blanco.

El problema es que nada de su vida cotidiana parecía merecer el quedar inmortalizado en aquel precioso volumen. Decidió inventarse un personaje con una existencia más novelesca.

Su padre, funcionario del ayuntamiento, se convirtió en un médico que en sus vacaciones viajaba a campos de refugiados en países lejanos con una ong. Su madre, profesora de inglés, pasó a ser traductora especializada en documentos científicos y técnicos por cuyas manos pasaban desde patentes hasta presentaciones para congresos.

Un día su madre le habló a su padre de una nueva técnica médica descrita en un documento llegado a sus manos. Él le vio una aplicación especialmente útil en los mal dotados quirófanos de campaña donde intentaba sacar vidas adelante. El problema: el texto no estaba publicado y él no tenía derecho a poner en riesgo la carrera profesional de su mujer. Averiguó dónde trabajaba el autor principal, lo espió durante días y preparó una escena con un amigo para representarla en la cafetería donde el investigador comía dos veces por semana, un gancho para entrar en contacto con él.

La trama se fue enredando en la imaginación de nuestra autora y se convirtió en una novela de espionaje científico que desembocó, tras muchas vueltas, en un conflicto diplomático. Estuvo a punto de añadir un golpe de estado en el país donde el padre iba finalmente a probar la técnica novedosa, pero lo sustituyó a última hora por un terremoto.

Llegó un momento en que tuvo que poner fin a la historia. Se quedó contenta pero con una sensación de vacío. Decidió empezar otra cuando volviera de sus dos meses en Irlanda, adonde sus padres reales le habían ofrecido ir para mejorar su inglés.

A la vuelta vio que se había dejado el diario encima de la mesa. ¿Lo habrían leído sus padres?

Junto al cuaderno había una carta. El remitente era la Editorial Destino.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosDestino de @divagacionistas

domingo, 26 de febrero de 2023

Me dijiste...

Nunca me prometiste nada. Pero me hice ilusiones.

Me dijiste que me querías, pero no que me quisieras más que a nada ni a nadie. Aun así, me ilusioné pensando en un futuro compartido.

Decías me habías abierto tu corazón, pero me ocultaste tus motivaciones, los resortes de tu pensamiento, de tu forma de actuar. Sin embargo, me ilusioné creyendo que te entendía.

Me contaste mil cosaspero te callabas demasiadas veces. A pesar de todo, me ilusioné imaginando que lo importante siempre me lo dirías.

Llenaste mi vida en muchos momentos, los momentos en los que estabas presente, y la vaciaste a lo largo de muchas ausencias sin explicación. Pero te justifiqué ante mí misma diciéndome que habría algún motivo importante y me ilusioné pensando que volverías.

Me dijiste que era la persona en quien más confiabas, pero no que nunca confiarías del todo en nadie. Fuera como fuese, me ilusioné suponiendo que nuestra relación era sincera.

Y no. Tu única relación sincera, incondicional y eterna es con el silencio, con la mentira, con la huida.

Ahora voy a tratar de ilusionarme conmigo misma, para variar. Espero no defraudarme.

Y que sea la última vez que me enamoro de un espía.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosIlusión de @divagacionistas

lunes, 30 de enero de 2023

Ahí te quedas

 La casa era vieja. Qué digo vieja, se caía a pedazos.

Había buscado por internet en varios portales pero no encontraba lo que quería. Preguntó a conocidos, sin resultado. Terminó eligiendo unas cuantas zonas de un par de provincias y mirando a bulto en Google Maps, llamando después a los ayuntamientos para informarse.

Quizá tenía poco claro lo que buscaba. O quizá demasiado claro.

Había ganado suficiente dinero en sus no más de veinte años de carrera profesional como para dejar de trabajar y vivir más que cómodamente para los restos. Había sido, claro, a costa de muchas horas diarias de esfuerzo, enormes dosis de responsabilidad y toneladas de estrés. Por eso aquella mañana en que se despertó con aquel dolor intensísimo no le extrañó nada.

El diagnóstico no era demasiado malo y, francamente, la recomendación -casi exigencia- de que cambiara de vida no le pilló de sorpresa. En realidad era la excusa perfecta para justificar, ante sí mismo y ante los demás, una ruptura drástica con sus obligaciones profesionales.

Empezó a soñar con una casita de piedra en una calle de casas similares, en un pueblo fuera de las rutas turísticas más comunes, con un terreno donde cultivar algo que pudiera comerse luego. Esto último le hacía especial ilusión.

Un amigo de una amiga de un conocido le puso sobre la pista definitiva. Tuvo que conducir un par de horas, aunque habría sido la mitad si no se hubiera perdido tres veces.

La casa se caía a pedazos. Bueno, no tanto. Se caían las contraventanas de madera, faltaban muchas tejas y alguna puerta estaba demasiado desvencijada para abrirse después de años cerrada. Pero... se ajustaba como un guante a lo que había imaginado. Un buen equipo de albañiles, electricistas, carpinteros, fontaneros y demás harían maravillas con ella.

Unos días de papeleos, unos meses de obras y podría mudarse. Aquella casita acogería su nuevo yo.

Llamó a su abogado y le dijo: Dile a Elon Musk que de acuerdo, le vendo mi empresa. Y en cuanto hayamos firmado, desapareceré y no podrá encontrarme. No vaya a ser que se arrepienta.


Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRenacimientos de @divagacionistas.

Dos, una, cinco

Cuando me mudé a esta casa la terraza estaba llena de trastos, macetas vacías, jardineras con tierra seca y ramas muertas...

Tardé meses en tener tiempo y dinero para decidir qué hacer con ese amplio espacio. Pronto hubo un arbolito, geranios, plantas aromáticas; luego más árboles, más plantas, un riego automático.

Había visto a menudo una pareja de urracas posadas en la antena o en el borde del tejado. Un día dejé media avellana sobre el muro más cercano al lugar de donde parecían emerger, un tejadillo que cubría las salidas de humos de todo el edificio bajo el que supuse que tenían su nido. No se acercaron hasta que me metí en casa. Entonces una de ellas se posó en el muro, cogió la avellana con el pico y se marchó volando de inmediato.

Fui poco a poco ganándome su confianza. Les ponía agua, frutos secos; no le hacían ascos al alpiste; de las frutas, la única que pareció gustarles eran las cerezas. En verano ya se acercaban a comer aunque yo estuviera tomando el sol en la terraza. Llegó el invierno. Una de las dos engordó bastante y comía con ansiedad, incluso gritando a la otra si se acercaba antes de que hubiese terminado.

Y, de pronto, ya solo venía una, la más delgada. Como sabía que las urracas se emparejaban de por vida, temí que la otra hubiera muerto. Me entristecí. Seguí viéndola cada día. A veces dudaba de si era la misma pero su familiaridad con la terraza y el plato de comida eran evidentes.

Hasta que, semanas después, un día ¡aparecieron las dos juntas! La gorda ya no estaba gorda. Ambas comían con buen apetito. Después de imaginar la muerte de una, verla allí renacida me llenó de felicidad. El tiempo era templado, los días se alargaban y mis urracas parecían sanas.

Esa tarde oí un coro de graznidos, una auténtica escandalera. Salí a la terraza y vi volar desde el tejado a la antena a cinco urracas. Tres eran pequeñas, de pico corto y aún tenían plumón.

Papá y mamá urracas habían estado empollando huevos y después alimentando a sus crías hasta que pudieron volar. Ahora les enseñaban sus dominios. Sentí que me las estaban presentando y las saludé con la mano.



Esta entrada participa en la convocatoria #relatosRenacimientos de @divagacionistas.

lunes, 26 de diciembre de 2022

La teoría me la sé

La teoría me la sé.

Mirar a un punto fijo, tensar los músculos de abdomen y espalda, y levantar la pierna despacio, despacio.

Nada, me desequilibro constantemente y tengo que apoyar una mano en la pared. Al resto de mi clase de pilates estas cosas se le dan mucho mejor que a mí. Es cuestión de práctica, dice la profesora, que podría mantenerse sobre una sola pierna horas y horas; afirma que el equilibrio se desarrolla.

La teoría me la sé.

Luces apagadas, respirar lentamente, ir relajando los músculos, alejar los pensamientos conflictivos... esto, esto es lo que me falla. Los rechazo pero no se dan por aludidos y vuelven una y otra vez. Así no hay quien se duerma.

La teoría me la sé.

Más verduras y legumbres, menos carne; más fruta, menos dulces; más alimentos frescos, menos procesados; comer mejor y más ordenadamente. Debería ser fácil, pero no lo es.

La teoría me la sé.

Siempre hay alguien que te la cuela o intenta colártela, ya sea vendedor, compañero de trabajo, empleado que te debe atender o desconocido con quien coincides casualmente. Hay que calmarse, no perder los papeles, reaccionar proporcionadamente y dejar que se diluya la rabia... O habría que.

La teoría me la sé.

Los problemas que tienen solución es mejor afrontarlos con la mente serena. Lo que no tiene arreglo conviene pensar que antes o después se asumirá. A lo que no depende de uno no hay que darle el poder de robarte la salud y la paz.

Es en la práctica en donde fallo. Y me paso la vida tratando de recuperar el equilibrio.



Con esta entrada participo en la convocatoria #relatosEquilibrio de @divagacionistas

miércoles, 30 de noviembre de 2022

Borregos

Que los turistas, sobre todo si vamos en viajes organizados, venimos a ser como un rebaño no me lo discutiréis. Vamos como borregos allí donde se supone que hay algo digno de verse y, si es detrás de un guía, haciendo dócilmente lo que este nos indica.

Acabo de estar en Egipto en uno de esos recorridos típicos por una docena de lugares de interés durante una semana agotadora. No me quejaré del palizón y de la falta de información verdaderamente relevante (algunos guías se centran en las anécdotas y tratan a los viajeros como si fueran mentalmente menores de edad). Pero hay cosas...

Templo de Luxor. Arquitectura y escultura impresionantes. Duele el cuello de tanto mirar hacia arriba por el gigantesco tamaño de las figuras. En un momento dado, el guía señala un pedestal con una escultura de un escarabajo. Y en lugar de explicarnos por qué los antiguos egipcios daban tanta importancia a ese animal y a su papel en el juicio de los muertos, nos suelta: la tradición es pedir un deseo y dar tres vueltas alrededor para que se cumpla. Y hala, en un instante ya hay docenas de personas rodeando el pedestal en procesión mientras yo, atónita, me pregunto si de verdad creerá alguien semejante memez.

Templo de Philae. Trasladado piedra a piedra de una isla que quedó inundada al construirse la presa de Aswan a otra isla cercana. Impresionante también. El guía indica que en tal estancia hay una especie de altar de piedra rojiza dedicado a la diosa Isis y que la tradición es ponerse la mano izquierda en el pecho y tocar la piedra con la mano derecha unos segundos mientras se formula un deseo. De inmediato, aglomeración de crédulos forcejeando para alcanzar el altar.

Ha habido más situaciones semejantes, pero no cabrían en este breve relato. Con todo, os podéis hacer una idea de lo sencillo que es inventarse tradiciones para camelar a turistas aborregados que, curiosamente, apenas hacen preguntas sobre historia.


lunes, 31 de octubre de 2022

En la maleta

Un viaje tan largo como la vida se empieza casi sin equipaje. Llevas solo el de tus genes... bueno, y el comodín de la familia.

Unos buenos genes son como una maleta sólida y con ruedas: te lo hacen todo más fácil. Si te ha tocado una buena salud, no tienes que meter cosas como hospitalizaciones, temporadas en cama o medicinas de las que depender. Si has sido agraciado con inteligencia, memoria y capacidad de comprensión, es como si la maleta tuviera bolsillos extra.

¿Qué necesitas meter? Dos cosas imprescindibles son Saber y Entender. Para tenerlas es necesario Aprender. Se puede viajar por la vida sin saber muchas cosas y sin entender más que unas pocas, pero el trayecto es infinitamente más provechoso y divertido cuanto más se sabe y se comprende.

Decidir y Hacer son otras prendas irrenunciables en nuestro equipaje. Esperar a que sucedan las cosas es mala idea porque no necesariamente ocurrirá lo que esperas. Llevar las riendas de tu vida es como elegir el destino al que vas y comprar el billete.

Asumir y Superar son siempre útiles. Asumir es algo versátil y multifuncional: sirve para las responsabilidades, los errores y las realidades que no podemos cambiar. Superar es necesario para no quedarte atrapado en la peor etapa del viaje.

Y no puede faltar Cambiar. Viajar, vivir, implican cambio y adaptación. Si tú no cambias, el viaje se te irá haciendo cada vez más difícil, más incómodo, más incomprensible.

Para terminar, siempre es recomendable llevar Compañía. Pero solo si es buena y quiere hacer el mismo viaje que tú.




Esta entrada participa en la convocatoria #relatosEquipaje de @divagacionistas.

lunes, 26 de septiembre de 2022

A day in the life

Uf, qué sueño. ¿Qué hora es? Joerrrr.

Caféeee, qué rico. ¿No había quedado algo de pan de ayer?

¿Estará bien? Ni una llamada, ni un mensaje, qué mierda.

Hala, mogollón de whatsaps del trabajo, a ver qué problema hay hoy.

Este melón no es gran cosa, la verdad. A ver si luego compro fruta. Y pan.

¿Me he tomado la pastilla?

Ya están los tertulianos en la radio, hala, fuera.

¿La revisión del gas era mañana o pasado?

Bueno, ducha rapidita, que voy tarde.

Ay, qué dolor en el codo, ¿me he dado algún golpe?

Diez minutos para vestirme y llegar al gimnasio, que si no me pierdo la clase.

Ainssss, no puedo seguir el ritmo. Qué manera de sudar y de jadear. Tendré que darme otra duchita.

Jo, ya podría llamarme.

Mierda, se me va el bus.

Bien, he fichado a la hora. A ver cómo se da la jornada.

Pero ¿qué? Si solo estamos tres hoy, ¿cómo vamos a hacer tanta cosa? Ufff, pasito a pasito, vamos allá.

¿Dónde había visto yo ayer este dato?

No sé si llamarle yo. No, porque no me lo va a coger. Y de los mensajes pasa. Vaya mierda.

¿Diga? No, lo siento, no me interesa cambiarme de compañía.

Me meo, por dios, que se espere el teléfono que no aguanto más.

Hola, tengo una llamada tuya perdida, dime. Sí, estoy en ello. Sí, estará a tiempo, tranquilo. Sí, te aviso. Venga, hasta luego.

Hola, tengo una llamada tuya perdida, dime. Sí, está Ana con ello. Sí, ya está acabando, tranquila, ahora te llama ella. Ciao.

Hola, te lo estoy enviando ahora. Échale un ojo.

¿Me he dejado el cargador en casa? Pues sí…

Joer, llaman todos a la vez. Hola, espera un segundo. Hola, te llamo en seguida, que estoy con otra llamada. Hola, tengo a Marta por otra línea, te llamo en un rato y te cuento.

¿Qué paquete? No, no hay nadie en casa, habían dicho que lo traían mañana. Pues lo siento pero la fecha de entrega era mañana.

Ay, el codo.

Ana, porfa, llama a Eva. Dile que ya está lo suyo.

No me va a dar tiempo de quedar con Carmen. Luego la llamo.

A casita ya, por fin. Ay, comprar fruta y pan.

Pues si no me quiere llamar, que no me llame.

Qué cabrón, ha dejado el paquete en la puerta.



Este relato participa en la convocatoria #relatosDispersión de @divagacionistas