Ninguno de los dos había nacido en la costa pero a ambos los atraía el mar. Iban y venían de tierra adentro a puerto marítimo, desincronizados y en direcciones opuestas, como piedras lanzadas desde orillas de un mismo océano pero de distintos continentes.
Se conocieron, por fin, en un trabajo con apariencia de ocio. Ella era muy joven, podría haber visto en él al viejo de espíritu que siempre sería, o al adolescente mental inseguro y desorientado que también era. Pero solo vio al hombre del que quizá podría aprender a navegar.
Zarparon juntos en distintos barcos, al principio venciendo con los remos la corriente implacable que finalmente los distanció y que nunca más les permitiría otra cosa que la ilusión de la cercanía, el espejismo del reencuentro, atisbándose de lejos con prismáticos imaginarios, juntándose en sueños.
Él siempre quiso ser capitán de su nave pero no se le daba tan bien como creía y embarrancó varias veces. En la suya, ella dejaba siempre holgura a su timón, la suficiente para hacer hueco a la sorpresa y también para que la ruta al destino esbozado le permitiera sentirse a ratos a merced de las olas errantes.
Dejaron de verse. Y finalmente, dejaron de imaginarse. Como dos náufragos que llegan a islas remotas separadas por todo el océano de la vida.
Esta entrada participa en la convocatoria #relatosNaufragios de @divagacionistas