lunes, 31 de marzo de 2025

Charcos



El colegio al que iba de niña estaba a lo que ahora son diez minutos andando y entonces, con mis piernecillas, también eran diez minutos porque mi madre nos llevaba al galope. Básicamente había que recorrer dos calles y, entre ellas, un parquecillo y una especie de plaza que por algún motivo tenía el suelo no de tierra sino de lo que a mí parecía carbón, aunque probablemente fueran restos de asfalto no compactados.

El caso es que, cada vez que llovía, se formaban en esa placita grandes charcos redondos, profundos y negros. Y yo, que nunca he sido muy de pisar charcos (ni literal ni metafóricamente), hacía virguerías para sortear los grandes y saltaba limpiamente los pequeños.

No recuerdo cuándo se decidió el ayuntamiento a pavimentar la plaza. Fue, eso sí, tiempo después de que yo dejara de ir al colegio. Ahora es un rinconcito agradable, con árboles y bancos, muy distinto de aquel hostil parche negruzco en mitad de mi camino a clase.

A cambio, cada vez que llueve, mi trayecto, sea cual sea, se llena de charcos aún más hostiles: los que se forman en la calzada al pie mismo de la acera. Sí, esos charcos que los vehículos convierten en olas agresivas al lanzarlos con su velocidad sobre los que esperamos el autobús o que se abra el semáforo.

Y sigo haciendo lo mismo, salvarlos de un brinco. Sí, a mi edad, sin importarme que me miren ni lo que piense la gente, soy capaz de dar un salto suave, elegante, sin apenas tomar impulso, y aterrizar en el borde contrario.

Es una de las pocas facetas divertidas que aún le encuentro a la lluvia.


Esta entrada participa en los #relatosLluvia de @divagacionistas.